El embrujo de un visionario
José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura, recuerda en este artículo la figura de Ataúlfo Argenta, del que se cumple el centenario de su nacimiento
por josé maría lassalle
Pocas veces he sentido tanta emoción al escuchar a alguien hablar de música como cuando mi padre dirigió el índice de su mano derecha para mostrarme la placa que luce una esquina de la Plaza Porticada de Santander. En ella todavía se conmemoraran ... las nueve sinfonías de Beethoven que dirigió Ataúlfo Argenta el verano de 1953. «Yo estuve», me dijo a continuación sonriente, aunque nunca me contó cómo logró entrar. Quizá porque sus artimañas juveniles le habían permitido entonces burlar el control de los acomodadores y, muchos años después, su pudor paternal no quiso explicar los detalles de una experiencia que sólo fue posible al emular las hazañas de Rinconete y Cortadillo en el difícil Santander de la posguerra. Con todo, la anécdota explica muy bien lo que Ataúlfo Argenta representó en el inconsciente colectivo de la ciudad: un portento que toda Europa había elevado a los altares de la consagración de un mito y que eligió el F estival Internacional de Santande r como escenario para materializar la apoteosis de un empeño artísticamente titánico.
Y es que la apasionada emotividad de Argenta le hizo artífice de un canon de dirección que modelaba las partituras bajo la gravedad de un estímulo que hurgaba en las profundidades del alma musical con la tensión armoniosa de quien aspiraba a ser un artista total. De ahí la imposibilidad de dejar a nadie indiferente ante el despliegue del movimiento de unas manos que, gracias el chasquido elegante de la batuta, desgarraban el tiempo con el embrujo de un visionario que conducía a la orquesta hacia el absoluto musical. Lástima que su temprana muerte truncara una trayectoria que, como reconoce Teresa Berganza , hubiese hecho de él un director equiparable a Karajan o Solti . Pues bien, cien años después nos queda el recuerdo mítico de aquel cántabro universal cuyos alardes geniales persisten en la memoria admirativa de quienes lo trataron y escucharon. Un artista que, desde su Castro Urdiales natal, condujo sus pasos en pos de un Olimpo musical cuyo destino hubiera sido Viena y Berlín si la muerte no se hubiese interpuesto a los 45 años.
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