Michael Ignatieff: «Mi miedo más profundo y visceral es la violencia política»
El premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales conversa con ABC sobre los peligros a los que se enfrentan las sociedades occidentales
Serrat: «Sigo escribiendo y componiendo; dejar los escenarios no implica dejar de ser artista»
Oviedo
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Iniciar sesiónTal vez el mundo se divida entre quienes celebran las gaitas de Oviedo y aquellos que prefieren el silencio. Michael Ignatieff (Toronto, 1947), como Serrat, como Meryl Streep, como tantos otros, es de los primeros. «Oh, las gaitas», dijo nada más entrar en el ... hotel Reconquista, moviendo los dedos al compás de la música. El historiador (así se define él, aunque es mucho más: intelectual, escritor, expolítico) desciende de una familia noble de la Rusia imperial que lo perdió todo durante la revolución. Se reinventaron en Canadá, y allí el nieto de un ministro de Educación del zar Nicolás II se convirtió en el líder del partido Liberal en uno de los momentos más cruciales de su historia.
—Con dieciocho años un periodista le preguntó que qué quería ser de mayor y usted no dudó: «Primer ministro de Canadá», dijo.
—Qué respuesta tan tonta [y empieza a reír].
—Ahora, tras más de una década fuera de la política [lo dejó en mayo de 2011], ¿echa de menos aquellos tiempos?
—La verdad es que no. Era una vida terrible [y suspira]. Lo que echo de menos es la oportunidad de poder cambiar el país a mejor, la sensación de trabajar para los ciudadanos, para mis compatriotas. Y también echo en falta el trabajo en equipo, sentirme parte de un gran grupo. Lo que nunca echaré de menos es la falta de libertad. La había perdido. Pero ahora estoy aquí y puedo decir lo que quiera.
—Decía el jurado del Princesa de Asturias de Ciencias Sociales que usted es «una referencia imprescindible para orientarnos en un presente tan cargado de conflictos bélicos, polarización política y amenazas a la libertad». De todos estos problemas que marcan nuestro tiempo, ¿cuál le preocupa más?
—[Deja un silencio largo] Mi miedo más profundo, visceral, lo que me hace sentir rabia con todo mi corazón es la violencia, la violencia política. Cuando tenía cuarenta años vi el horror político de primera mano en la guerra en Yugoslavia. Y eso es lo que más me preocupa hoy: la violencia en Ucrania, la violencia en Oriente Medio, pero también el riesgo de la violencia que sobrevuela el resto de las sociedades democráticas. La polarización de las sociedades europeas puede llevarnos a la violencia. Si no empezamos a escucharnos, si no entendemos que estamos jugando con fuego, podemos acabar fracturando la democracia, podemos terminar rompiéndola. La violencia política es una amenaza para la democracia. En España, por cierto, existe una memoria histórica muy potente de la violencia política...
—Al contrario que la guerra, que está focalizada en lugares concretos del mapa, el deterioro de las instituciones se ha extendido por todo Occidente. ¿Estamos dejando de creer en la democracia? ¿Estamos dejando de defenderla?
—Creo que no entendemos verdaderamente qué es la democracia, qué significa. Siempre les digo a mis alumnos que la democracia es poder y vigilancia del poder para garantizar la libertad de las personas. Cuando hablamos de democracia hablamos de un sistema judicial independiente, de un Estado de Derecho, de una prensa libre, de un mercado libre, de unos ciudadanos que puedan criticar a los políticos. La democracia es todo esto, pero sobre todo es un equilibrio de poderes, un intento de que el poder no recaiga demasiado en el lado de unos. Por eso la democracia está siempre bajo amenaza. Siempre existe el riesgo de que alguien acabe teniendo demasiado poder: las grandes corporaciones, un primer ministro, un presidente, un conglomerado de medios de comunicación… Pero el mayor riesgo para la democracia, y esto lo he visto en Hungría, es utilizar la democracia para destruir a la democracia misma. Viktor Orbán ganó las elecciones, pero después utilizó su poder democrático para eliminar la independencia del poder judicial y de los medios de comunicación. Y luego atacó hasta a las universidades. Se puede utilizar la democracia para destruir la democracia, y esa es la mayor amenaza a la que nos enfrentamos.
—¿Qué horizonte vislumbra para Europa?
—Habiendo dicho todo esto, quiero dejar claro que creo que la democracia española es más fuerte de lo que pensamos, igual que la británica, igual que la alemana y la de los países escandinavos. Incluso en Italia la democracia es fuerte. Meloni tiene ideas extrañas, sí, pero cumple las reglas del juego.
—¿Y qué hay de la democracia estadounidense?
—Eso es algo mucho más grave. Y no hablo solamente de Trump. El problema con la democracia norteamericana hoy por hoy está en las instituciones. En dos ocasiones y hace poco una persona llegó al poder sin haber obtenido la mayoría de los votos, debido al sistema electoral. Es algo que debe cambiar. Además, en Estados Unidos el dinero tiene muchísimo poder; es una locura la cantidad de dinero que tanto Kamala Harris como Donal Trump están dedicando a su campaña electoral.
—Visto lo visto, ¿hasta dónde puede llegar una democracia para defenderse a sí misma?
—[Se toma un tiempo para pensar] Bueno, primero deberíamos ver qué es un amenaza para la democracia y qué no. Porque muchas veces cuando no nos gusta la opinión de alguien decimos: es una amenaza para la democracia. Creemos que alguien diga que está en contra de la inmigración es una amenaza para la democracia, y pensamos que Trump es una amenaza contra la democracia… ¡por lo que dice! Ese no es el problema de Trump. El problema de Trump es que se niega a aceptar el resultado de las elecciones de 2020. La prueba para saber si eres demócrata o no es muy sencilla: lo eres si acatas las reglas del juego democrático. Hay que tener esto muy claro. Yo me sitúo en el centro-izquierda, pero tengo claro que la derecha no es 'per se' una amenaza contra la democracia. Tenemos que ser más precisos cuando hablamos de democracia. Tenemos que dejar de acusar a la gente de no ser demócrata por el simple hecho de que no estamos de acuerdo con ellos. Porque eso desprestigia el significado de la palabra democracia.
—Usted es presidente del consejo asesor del Instituto para la Ética en la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford. A fecha de hoy, ¿es un peligro o una oportunidad?
—Seguimos sin saber lo que es la inteligencia artificial, no la entendemos, no sabemos hasta dónde puede llegar o qué puede hacer. Y el ser humano tiende a tener miedo de aquello que no conoce. El problema es que muchos de los científicos que han desarrollado la nueva inteligencia artificial tampoco saben qué están haciendo sus máquinas [alarga la pausa]. Nos encontramos en medio de una gran confusión porque les estamos atribuyendo a las máquinas propiedades del ámbito de la inteligencia que son solamente humanas. Yo no creo que lo que llamamos inteligencia artificial sea algo inteligente, creo que es una cuestión computacional. Hasta que no nos aclaremos y dejemos claro qué pueden hacer las máquinas no podemos ni siquiera regularlas. Solo cuando entiendes algo puedes controlarlo. Pero hoy no entendemos la IA.
—Pertenece a la segunda generación de una familia de refugiados políticos que llegaron a Canadá buscando una nueva vida. ¿Hasta qué punto ha marcado esto su pensamiento?
—Bueno, para empezar esto me hace estar a favor de los refugiados [y sonríe]. Vengo de una familia noble rusa que lo perdió todo con la revolución. De un día para otro. Siempre he empatizado con aquellos que lo han perdido todo a raíz de un conflicto… Por otra parte, admiro la capacidad de mi familia de haberse rehecho. Lo perdieron todo y se levantaron, crearon una nueva vida. Antes de la revolución, mi abuela no sabía ni freír un huevo. No había cocinado en toda su vida. Tras la revolución tuvo que aprender a cocinar para alimentar las cinco bocas tenía a cargo. ¡Y lo hizo! No era la mejor cocinera del mundo, pero la admiro profundamente por tener el coraje de empezar de nuevo. Los refugiados, los migrantes, son gente con ese coraje.
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