Antonio Muñoz Molina, el reto de resumir una vida en una sola frase

El escritor de Úbeda publica 'No te veré morir' (Seix Barral), una novela en la que tarda más de sesenta páginas en poner el primer punto

Antonio Muñoz Molina, de la pandemia a la memoria familiar

Antonio Muñoz Molina Ignacio Gil

«¿Tú nunca te has dado cuenta dentro de un sueño de que estabas soñando?», pregunta Muñoz Molina, que hoy viste un polo azul celeste (aún es verano, todavía) y mira a través de unas gafas redondas de carey, que se ajusta antes de ... continuar con el «sí, sí, me refiero a eso que llaman sueño lúcido, cuando de repente te das cuenta de que estás soñando y te desconciertas en medio del sueño, pues la novela nació de ahí, de esa idea, que en principio era para un cuento pero que fue como una gota que desató algo enorme, de pronto escríbí 'si estoy aquí y estoy viéndote y hablando contigo, esto ha de ser un sueño' y ya no paré, pasaron dos horas y yo seguía escribiendo, a lápiz, claro, en un cuaderno portugués que había comprado, porque estaba en Lisboa, pasaron dos horas y me di cuenta de que la frase no había terminado, y me dije que no iba a hacer nada, que no la iba a detener, que me iba a dejar llevar aunque no sabía a dónde me llevaba, porque a esas alturas las ideas que tenía de la historia eran muy esquemáticas, muy leves, era un reencuentro de una pareja tras medio siglo sin verse, así que dejé la frase y al día siguiente continué inventando sobre la marcha, y me venían a la cabeza detalles muy concretos, cómo el padre del protagonista se miraba en el espejo de una sastrería, por ejemplo, o la pasión de su hijo por el chelo, una vocación frustrada (ahí hay una nostalgia mía, saber tocar un instrumento, porque es algo que me atrae mucho y nunca he podido hacer, aunque amo la música), y así día tras día, sin parar, era un crecimiento orgánico, no era esto que se hace a veces de poner una coma en lugar de un punto, eso que hacían Saramago o Javier Marías, incluso Thomas Bernhard lo hacía mucho, no, no era eso, aquí la frase iba derivando casi sola, me llevaba la mano, me llevaba por el cuaderno, y empecé a pensar en si la frase iba a llegar hasta el final del cuaderno (¿podrá llegar?, me preguntaba), y seguía creciendo», así que aquel personaje que se llamaba Gabriel Aristu y se preguntaba si estaba soñando de pronto tenía ya una biografía, se había enamorado de una mujer a la que había abandonado para buscarse la vida en Estados Unidos, porque su padre lo había empujado a triunfar lejos, porque España era entonces un lugar sin futuro, un país duro, y ahora estaba a punto de reencontrarse con ella, con Adriana Zuber, medio siglo después, y estaba recordando todo de golpe, en un estado casi febril, minutos antes de volver a hablarle, «sí, esta es la sintaxis de una memoria enfebrecida, es la conciencia de alguien que está en un momento de máxima estimulación, y en esos momentos de efervescencia los mecanismos mentales funcionan de otra manera, porque el cerebro está muy activo, hace conexiones continuamente, conexiones que no son lineales, sino proliferantes, y esa era la fiebre que yo quería transmitir, porque de alguna forma era también mi propia fiebre de inventar, y también tiene mucho de mí la novela, sobre todo de la experiencia en Estados Unidos, la llegada al país del amigo de Gabriel Aristu, eso a mí me pasó en el año noventa y tres, hace treinta años ahora, el mundo era distinto entonces, las distancias eran enormes, las llamadas por teléfono eran carísimas, no tenía acceso a periódicos españoles al principio, y yo estaba allí, tan lejos, me sorprendía la cantidad de gente con sobrepeso que veía, que todo el mundo usara el coche, que no hubiera aceras, aunque yo siempre había tenido vocación de extranjero, de niño ya fantaseaba con el regreso al hogar después de una vida fuera, aunque hace seis años que no voy a Nueva York, no estoy preparado emocionalmente para alojarme en un hotel en la ciudad en la que viví durante tantos años», dice, y de ese ejercicio de memoria pasa al protagonista de la novela, que a veces peca de engrandecer el pasado, aquello que pudo suceder pero no sucedió, «porque igual que canta Serrat 'No hay nada más bello que lo que nunca he tenido', porque lo no vivido parece una posibilidad que no se agota, porque no ha sido desmentida por la realidad, y eso es una tentación, claro, es una superstición romántica bastante dañina, que te hace valorar más lo no tenido o lo soñado que lo real, y eso te puede llevar a fracasar en la vida», pero volvamos a la novela, porque ese personaje de pronto se ve enfrentado a sus recuerdos hechos carne y hueso, y dispara esa frase larga, larguísima, misteriosa, «una de estas cosas que no sabes por qué pasan, que ocurren, supongo, por casualidad, de hecho es la primera vez que me pasa esto, que una frase me lleve así de la mano, tan lejos, aunque en el fondo todas las novelas que he escrito han nacido de un impulso así, como de un punto de partida muy poderoso que me desafía a seguir escribiendo, casi como un reto, no sé, creo que los escritores nos pasamos la vida esperando estas experiencias, que son centrales en la vocación literaria, de pronto surge algo con lo que tú no contabas y empiezan a nacer imágenes en tu cabeza, voces, gestos, detalles que muchas veces tienen que ver con cosas pequeñas que sucedieron hace mucho tiempo, o que ni siquiera sucedieron, y ese modo en que inesperadamente fragmentos de la vida real se mezclan con cosas inventadas para crear algo, eso para mí es lo máximo, luego viene el trabajo, luego toca pulir, pero esa incandescencia, como lo llama Emily Dickinson, ese alma al rojo vivo, eso es inigualable, por eso leía tanta poesía cuando estaba escribiendo, a Emily Dickinson, pero también a Walt Whitman, a Louise Glück, a John Ashbery, esos poetas que tienen un fluir incontrolable, que beben de la vida cotidiana, y que me ayudaban a mantener la llama viva, ese pulso, aunque yo sabía que cuando terminara el cuaderno iba a terminar la frase, también sabía que necesitaba más cuadernos, así que fui a comprar dos más, dos cuadernos exactamente iguales, y llegué a la conclusión de que cada cuaderno sería una parte de la novela, y que no podría escribir más allá de la última página de ninguno, porque las limitaciones exteriores me empujan a crear, me espolean, así que cuando llegué al final del primer cuaderno supe que necesitaba un punto, y lo puse».

Y ahora ya pueden respirar.

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