Darío Villanueva: «El español posee un valor de integración que no tiene ninguna otra lengua»
En 'Poderes de la palabra', una colección de doce ensayos, el académico profundiza en su estudio sobre la corrección política y la posverdad
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Iniciar sesiónEntre Luarca, en Asturias, donde su padre ejercía como juez, y Lugo, donde estudió Bachillerato, se convirtió en lector furibundo. Leyendo poemas de Alphonse de Lamartine, descubrió que además de los libros existía algo que se llama literatura. Una segunda realidad construida sobre la base ... del lenguaje, con palabras. Y al pensar en la Universidad se le planteó el dilema. Era buen alumno de letras, pero también estudiante aventajado de ciencias. La disyuntiva se focalizó en dos opciones: o Física o Filología. Le aconsejaron que se inclinara por lo primero, que tenía más salidas. Así que eligió lo segundo. Lo mismo, pero al revés, dice, de lo que le ocurrió a Max Planck cuando acabó el Gymnasium.
En el caso de Darío Villanueva (Villalba, Lugo, 1950) su amor por la lengua le llevó muy pronto a ser secretario y después decano de la Facultad de Filología. Y con 44 años, rector de la Universidad de Compostela, donde hoy sigue ejerciendo como catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Eso sí, después de haber sido profesor visitante en el Middlebury College de Vermont, en la Universidad de Colorado o en la Universidad de Borgoña. En 2007 tomó posesión del sillón D de la Real Academia Española, de la que fue primero secretario y después director, entre 2015 y 2019.
Tras el éxito de 'Morderse la lengua', sobre la corrección política, las noticias falsas, la posverdad y la tontería en general, ahora acaba de aparecer 'Poderes de la palabra', una colección de doce ensayos, escritos entre 1993 y 2022 y revisados para el momento, que en gran manera sigue su estela. Y que con toda posibilidad se convertirá en trilogía, al lado del libro en el que ya trabaja, 'El atropello de la razón', tomando el verso prestado del tango de Enrique Santos Discépolo.
—¿Son estos los libros de un profesor de literatura comparada o de un pensador?
—He sido y sigo siendo profesor de literatura comparada, pero en mi vida hay un momento en el que me doy cuenta de que hay otros terrenos anexos, relacionados con el lenguaje, que cobran un interés enorme. Nunca he pretendido ser especialista de nada, sino más bien hablar de una especie de filosofía o, digamos, de reflejar un espíritu de época. Mi manera de interpretar el mundo es a través de la literatura. El mundo está cambiando, y cambia también la organización general de la existencia humana. Y en este proceso la lengua nunca está ausente. Detrás de lo que hago hay siempre una pulsión filosófica referente a uno de los grandes temas de nuestra posmodernidad: el intento de dinamitar el racionalismo, que viene del Siglo de las Luces. Primero, por parte de los ultraconservadores franceses del XVIII, más tarde con Nietzsche, y finalmente, con Heidegger, Derrida y Foucault.
—Un movimiento, dice usted, exportado desde los Estados Unidos.
—Seguramente, Trump no leyó a Derrida, pero hay una conexión profunda entre la destrucción de la verdad que ejercita y la idea de la deconstrucción del lenguaje que propugna el filósofo francés. El que sí que lo leyó, seguro, y ha escrito sobre Derrida, es Vladislav Surkov, al que llaman el nuevo Rasputín de Rusia, el hombre de confianza de Vladímir Putin. El abuso del lenguaje, la posverdad y la corrección política se han impuesto en nuestro tiempo.
—En su libro habla también de un nuevo sofismo.
—Con todo el respeto a los sofistas originales, que fueron la pandilla golfa del escepticismo griego. Yo estudio en este libro la fuerza sofística y la eficacia retórica de un discurso político como el «Yes, We Can», de Barack Obama. El sofismo magnificado por una sociedad que dispone de unos medios nunca vistos. Detrás de Obama, Trump, Putin, Xi Jinping… todos estos mandatarios, con independencia de sus mensajes, coinciden en disponer de recursos tecnológicos de comunicación que llegan a todos con enorme facilidad.
—Al menos Trump, Putin y Xi Jinping coinciden también en su escasa valoración de la democracia tradicional.
—Todos ellos son expertos en combinar la retórica con los dispositivos del poder. Marshall MacLuhan era un profesor convencional de literatura inglesa en Cambridge que descubrió, al final de su carrera, que sus alumnos se movían en una galaxia diferente de la suya. Y lo dejó escrito en su 'The Gutenberg Galaxi. Making of Typographic Man', de 1962. Ahora estamos definitivamente inmersos en otra realidad que ya fue pronosticada por los autores de las grandes novelas distópicas del siglo XX: Zamiatin, Orwell, Huxley, Nabokov, Bradbury.
—Xi Jinping ha dicho que valora más la felicidad del pueblo que su libertad…
—Eso se parece mucho al discurso de 'Un mundo feliz', de Aldous Huxley, por cierto, un título tomado de Shakespeare. Droga, sexo y soma para disfrutar de la vida a cambio de vivir alienados. Las distopías se están cumpliendo. Colin Crouch habla ya en el año 2000 de la posdemocracia. Con Trump nos hemos acercado más que nunca en el mundo occidental a esta idea de la manipulación de la sociedad a través de los procesos verbales. Mantiene la carcasa de la democracia, pero la desvirtúa.
—Sus propios procesos verbales le han llevado a reunir, en un mismo volumen, escritos de los últimos treinta años… ¿Tanto tiempo llevamos en este proceso?
—Sin duda. Lo que sucede es que ahora se están mostrando en plenitud los síntomas que ya se advertían hace todo este tiempo.
—Y para hablar de ello, ¿es necesario deambular por «los arrabales de la palabra»?
—Lo de los arrabales es una metáfora que no tiene que ver con el urbanismo, y que no tiene nada de peyorativo. Simplemente significa que, tras vivir muchos años instalado en la gran polis literaria, me empecé a ocupar de estos otros 'banlieus' o terrenos próximos como el derecho, la política, la publicidad…
—El derecho, quizás, de manera especial.
—Mi padre fue magistrado que aceptó con fair play que yo le saliera rana. De él aprendí el sentido correcto y el uso eficaz del lenguaje. También el sentido de lo que es justo. Con él viví eso que se llama la «gracia de estado», la concepción de la judicatura como una especie de sacerdocio de la verdad y de la aplicación de la ley. También viví una experiencia muy interesante con Carlos Barral, un largo pleito por injurias y calumnias que fue sorteando durante años por su condición de senador y diputado del Parlamento Europeo. Le conté la defensa de Flaubert, al que acusaban de apología del adulterio por haber publicado Madame Bovary. Su abogado ganó el pleito echando mano de la teoría literaria. El estatuto lógico de los enunciados de ficción no es el mismo que el de los enunciados comunes: la ficción es una mentira consabida, aceptada y disfrutada. Además, lejos de hacer apología del adulterio, el libro contaba las ideas de una pobre mujer que peca y que es castigada por ello terriblemente. En el caso de Carlos Barral, el pleito se planteó a partir de su obra Penúltimos castigos, en la que hay un personaje, sí, llamado Carlos Barral, que dice lo que dice, pero que es tan de ficción que de hecho muere antes de acabarse el libro. Redactamos un informe pericial para la defensa; el juicio se iba a celebrar en la sala segunda del Supremo, pero se murió Carlos Barral…
—Sin salir de Flaubert, en 'Poderes de la palabra' hay también una encendida defensa de la lengua francesa y de sus valores… casi como en el discurso de Vargas Llosa ante la Academia Francesa.
—De hecho, el libro procede de un anterior borrador que ya se publicó en francés, con el título 'Les galaxies de la réthorique'. Yo nací en el 50 y, por motivos generacionales, mi formación en lengua extranjera fue en francés. De hecho, el estudio de la gramática francesa fue el que me abrió las puertas de la literatura, de la percepción de lo que es el artificio literario. Antes incluso que mis dos lenguas maternas: el español y el gallego. Al final, por el estudio de la literatura comparada extendí ese interés a otras lenguas. Pero llega la edad en que uno recupera la memoria de lo más antiguo, y ahí encuentro el viejo amor por la lengua francesa.
—En tanto que occidentales, ¿somos todavía hijos de la Revolución Francesa?
—La Revolución Francesa, no lo olvidemos, con su precedente norteamericano de diez años antes. El siglo XVIII quizás lo percibimos como un siglo de grises en muchas estéticas, al menos si lo comparamos con el barroco, el romanticismo, el realismo y las vanguardias que vinieron después. No así en la música, por cierto. Pero no fue en absoluto menor en cuanto al pensamiento y la construcción de una modernidad basada en lo racional. Como europeísta, considero que el eje francoalemán es imprescindible para la articulación de Europa. De hecho, Kant casi vale tanto él solo como toda la Revolución Francesa. Sin embargo, hay que reconocer que Francia tiene también, con posterioridad a la Revolución Francesa, un pensamiento muy deletéreo y perjudicial que impregna toda la posmodernidad.
—¿Y el español? ¿Qué aporta en estos momentos a Europa y al mundo?
—No tengo ninguna duda de que el español es absolutamente determinante en este momento. No solo por razones demográficas o geoestratégicas. Sino por su penetración mundial. El español lleva dos siglos de fecundidad, con momentos de extraordinaria brillantez, como el del 'boom' de la novela hispanoamericana, en un momento en el que la novelística norteamericana y europea, tras Joyce, Proust o Faulkner, estaba un tanto alicaída. Una alternativa irrepetible de grandes genios de la imaginación, pero también de la denuncia de la realidad. Una lengua rica en matices y en acentos que es la que disfrutamos hoy. Desde hace 25 años se estudia el valor económico de la lengua española, pero yo aprovecho para insistir en otros valores, como el cultural y el creativo, en los que la lengua española está en el tope. Además, el español posee un valor de integración que no tiene ninguna otra lengua.
—Pero también, dice en este libro, se trata de una lengua amenazada. Una lengua que parece que incluso se les escapa a los más jóvenes.
—Si vamos con la terminología de Umberto Eco, yo no soy apocalíptico, sino integrado. Estudio el pasado, vivo el presente y veo el porvenir. Y tengo un espíritu optimista, basado en el humanismo. La condición humana resiste a éste y a otros momentos peores que ha vivido en su historia.
—Y si estamos en la posdemocracia, ¿estaremos también en el poshumanismo, que dicen algunos?
—Yo no creo en el poshumanismo, sino en la adaptación del ser humano, a través de las nuevas generaciones, a las nuevas circunstancias de la vida. Estar en contacto con los jóvenes es fascinante. Aprendo mucho, y nunca me he sentido rechazado ni desplazado ni mal entendido por ellos. Y sé que entre ellos, como entre sus profesores, existe este pesimismo. Pero cuando un profesor se queja de que los alumnos llegan a sus aulas sin saber nada, yo pienso en que un médico se quejara de que hay enfermos. Lo que hay que hacer es esforzarse por superar tanto la ignorancia como el pesimismo.
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—¿Queda la palabra, como decía Blas de Otero?
—La palabra es constitutiva del ser humano y de su socialización. Las leyes están escritas con palabras. Como mamíferos, sin palabras pasaríamos a otro estatuto que no es el del ser humano. Aristóteles decía que el hombre es un animal político, que vive en las polis, las ciudades, organizado con otros hombres. Con Orwell descubrimos hasta dónde podía llegar el intento de modificar la lengua, la palabra, y de utilizarla como instrumento de manipulación social. Pero volvemos a Umberto Eco, un medievalista que se terminó convirtiendo en el gran intérprete de la posmodernidad: si en vez de por el apocalipsis apostamos por la integración, en la palabra tendremos también las mejores respuestas.
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