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ABC Cultural

Corín (capítulo final)

RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

El primer seguimiento de Luisa Cárdenas fue un fracaso, la esposa esquivó a la detective, después de cruzar la ciudad y detenerse dos veces. Cora Bruno hizo autocrítica y al día siguiente estaba resuelta a pillarla

Jorge Fernández Díaz

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En esa segunda jornada su objetivo salió más tarde todavía, y fue directamente a una pileta de natación y a un spa. Pero cuando subió a la Panamericana, Cora supo que se dirigía al mismo lugar que ayer y que repetiría su rutina de ... distracciones antes de apearse. Esta vez no podía dejarse madrugar. Aquel era un tenis de cancha rápida y una mínima distracción te hacía perder el partido. El circuito fue casi calcado, sólo difirió en dos detalles: madame dejó el Peugeot en Villa Crespo, y la detective no le perdió pisada cuando echó a andar hasta una bocacalle, cruzó corriendo una avenida y tomó un taxi que venía en sentido contrario. Eso hacía siempre: dejaba el coche con el celular en cualquier lado, para no ser rastreada, y se hacía llevar en taxi hasta su verdadero destino. Era inexperta pero precavida; Cora no pudo menos que admirar su paranoia y su cuidado. Tuvo que meterse de contramano para alcanzarla, pero cuando al fin lo hizo, se dio cuenta de que esta vez no escaparía. Luisa se apeó, un cuarto de hora más tarde, frente a la mezquita de la avenida Bullrich, y Bruno la filmó desde la otra acera taconeando hacia Libertador y doblando a la izquierda. Fue entonces cuando entendió cabalmente a qué clase de infidelidad se estaban enfrentando. Y estacionó al solcito, con media sonrisa; se quedó quieta allí un buen rato, felicitándose por su pericia recuperada, y se dio incluso el lujo de dormir una pequeña siesta. Al despertar se desperezó ruidosamente dentro del utilitario y se tomó varios tragos más de agua mineral. Después llamó a Gastón Cárdenas y le preguntó si podía pasar a recogerlo en una hora por Tabac, que quedaba cerca. Cárdenas canceló todos los compromisos para acudir a esa terraza donde de nuevo se estaba haciendo de noche. Cuando Cora le tocó bocina, él pagó apresuradamente la tónica y se subió a la Kangoo. Intentó apremiarla con sus preguntas, pero Cora Bruno le pidió que tuviera paciencia: ni las imágenes grabadas mejoran la realidad transmitida en vivo y en directo. Bajaron juntos las escaleras que daban al segundo subsuelo del hipódromo y escucharon, como una sinfonía machacona, el ruido enloquecedor de las tragamonedas. Había muchas damas maduras en esa sala, pero a Cora no le resultó difícil descubrir entre ellas a madame, que con la espalda encorvada, media nalga en su butaca y un pie inquieto y rítmico apoyado en el piso, apostaba todo a una maquinita luminosa e incesante. Cora le permitió a su cliente acercarse para verla mejor, pero le impidió intervenir. «No la humille», le sugirió en el oído. El pecho de Cárdenas subía y bajaba, como si volviera de un galope. No pudo girar para responderle a Cora, se mantuvo en esa posición fascinada, pero al cabo de medio minuto de balances mentales, cerró apenas los ojos y asintió. Cora le soltó entonces el brazo y se dedicó a observar también los rituales amorosos, los mensajes eróticos que Luisa le susurraba a su tragamonedas mientras ésta la devoraba impiadosamente. Clic, clic, clic. «Ella cree que la domina, le promete el mundo –agregó Cora, otra vez en su oído–. Está enamorada». Una lágrima le cruzó a Cárdenas por la mejilla, y Cora lo obligó a que subieran las escaleras y tomaran una copa en la confitería. En el rellano, antes de llegar, al hombre lo atacó un acceso de llanto y tuvo que sentarse, porque también sintió un mareo. Lo atendieron entre varios y alguien amagó con llamar a una ambulancia, pero Cora logró arrancarlo de ese tumulto exagerado, lo sentó a una mesa y consiguió que un camarero le sirviera un coñac doble. Cárdenas sintió que la bebida le escaldaba el paladar.

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