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festival de cannes

Woody Allen insiste en su obsesión por el asesinato perfecto

El director dosifica en «Irrational Man» lo romántico, lo ético y lo intrigante

Woody Allen insiste en su obsesión por el asesinato perfecto efe

oti rodríguez marchante

A pesar de su aspecto de no haber leído a Kirkegaard, por la cabeza de Woody Allen florecen unas ideas que animan a esconderse de él; ayer presentaba fuera de competición «Irrational Man», la tercera o cuarta película en la que el sencillo señor de Manhattan juguetea con el asesinato perfecto y el sentimiento de culpa (ambos con tendencia a ser inexistentes), como hizo en las magníficas «Delitos y faltas» o «Match point». Ante las películas de Woody Allen se impone siempre una pregunta: pero, ¿es graciosa?... «Irrational Man» es de una seriedad abrumadora, rigurosamente intelectual y perversamente ética y filosófica… Pero también, asombrosamente divertida y ferozmente negra. El personaje central se lo encarga Allen a ese actor tripolar llamado Joaquin Phoenix, que interpreta con precisión a un profesor de filosofía con caída hacia el lingotazo, el suicidio y el sexo cochambroso, y el escenario es un campus universitario y el paisanaje propio del lugar. La trama se abruma con la relación llena de guiños de Phoenix con una alumna (Emma Stone) y con una profesora (Parker Posey), y con un desarrollo que Woody Allen dosifica perfectamente entre lo romántico, lo ético y lo intrigante, y reflexiona a esa manera suya tan ligera pero profunda sobre el crimen y el castigo, lo justo y lo culpable, o sobre una nueva vueltecita a la banalidad del mal de Hannah Arendt.

En realidad, Woody Allen encuentra el modo de rodear de ética el punto de vista de su película al desdoblarlo en los del profesor Phoenix y la alumna Stone, pues ambos nos hacen partícipes de sus pensamientos. Y probablemente da un pasito más en lo tocante a «mojarse» con su querido culpable que en el caso de «Match Point»… Pero la idea subsiste: el azar nos precede. Ante la previsión de que los detractores de Allen (todo el mundo quisiera llevar uno dentro, pero no es fácil) sólo vean ligereza y no profundidad, me permitiré un consejo: no se fíen de Woody Allen, pero mucho menos de sus detractores.

Y curiosamente, la sección competitiva presentaba ayer una película cuyo arranque y exposición parecía de Woody Allen, aunque luego ya se la quedaba toda en propiedad el griego Yorgos Lanthimos (el de «Canino»). Esta era la idea del argumento: vivimos en un futuro no lejano, en el que no está permitido vivir sin pareja, y los solteros son apresados, enviados a un hotel que los mantendrá durante 45 días y, si no la encuentran allí, serán transformados en un animal que previamente han elegido. Se titula «Lobster» (Langosta), que es el animal elegido por el protagonista, un tipo anodino al que abandona su mujer y que tiene la misma cara que Colin Farrell con gafas de pasta. Produce una atractiva mezcla de gracia y perplejidad la descripción de la vida absurda en ese hotel, y el espíritu raro de esa especie humana que ni puede estar sola ni sabe estar acompañada… Yorgos Lanthimos sobreexpone la excelente idea inicial y el divertido desarrollo de tipos y situaciones con el contraplano de los «solitarios», gente huida que se defiende de ese futuro, pero también de un modo ridículo, prohibir el amor y el contacto con los demás. Y en esa sobreexposición se pierde la gracia, el frescor de la idea y algunas cosas más, aunque se gana, y bendita sea, la presencia de Rachel Weisz, una actriz que tiene que decir dos veces el texto para que repares en él.

La otra película en competición era de esas que le vuelven locos a los críticos, se titulaba «Los hijos de Saul» y la ha dirigido Lászlo Nemes, en cuyo curriculum sobresale el haber sido ayudante de Béla Tarr. «Los hijos de Saul» transcurre en Auschwitz en 1944 y cuenta la historia de un prisionero judío de los «sonderkommando», el grupo que ayudaba a los nazis en sus planes de exterminación y que despejaba y limpiaba los crematorios. Este hombre, Saul, descubre en uno de ellos el cadáver de ¿su hijo? y decide hacer lo imposible para que un rabino le dé sepultura adecuada. Una historia, pues, de brutal emotividad, pero que se narra con una frialdad y un estilo tan esquivo y elusivo, con una cámara tan «importante», que impide otra emoción que la reflexiva. Este apunte de ponerse él por delante de lo que cuenta tiene en muchas ocasiones el reconocimiento de la crítica y hasta de los jurados, pero no traspasa mucho más allá, y se queda a varios centímetros de distancia del espectador más cercano.

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