Adriano en Utrecht
PASAJES DEL XXI
Cuaderno de viaje de la visita de Lorenzo Silva a este rincón de Países Bajos
La noche iraquí
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Walter BENJAMIN, Libro de los Pasajes
Va uno por Utrecht –pronúnciese con el acento en la U, donde lo ponen los autóctonos– y no para ... de tropezarse con España. Sucede desde luego en el Instituto Cervantes ubicado en la ciudad, en el edificio que en otro tiempo servía como casa de los inmigrantes españoles que en las dos primeras décadas de la segunda mitad del siglo pasado acudieron a Holanda –y a otros países europeos– para buscarse la vida. Un fenómeno que en este siglo XXI se repite, aunque de forma algo diferente.
La escena la presencia el viajero en ese edificio, antes del acto en el que viene a intervenir. Asiste a la conversación entre uno de los profesionales del centro y una veinteañera española residente en la ciudad. Se conocen porque la chica fue hace años becaria allí. Ahora trabaja para una compañía neerlandesa que se ocupa de la gestión de aparcamientos por toda Europa. Ella es la responsable de control financiero de dos países. Se la ve contenta, y agradecida por la oportunidad que la estancia en el Cervantes le brindó de conocer el país y acceder a ese empleo.
La noche iraquí
Lorenzo SilvaCuaderno de viaje de la visita de Lorenzo Silva a las bases españolas del país del Tigris y el Eúfrates
Luego nos contarán que de la docena de becarios que en los últimos años han pasado por el centro diez se han quedado a trabajar en los Países Bajos. La razón nos la explica otra joven, que viene al acto y forma parte de ese mismo colectivo: en lugar de tener que competir por un puesto mal pagado que apenas le permitirá independizarse, y eso resignándose a vivir en un piso compartido, destino que le aguardaba en España a una titulada superior como ella, en Holanda tiene un buen trabajo, por el que le pagan tres o cuatro veces más. Y aunque la vivienda no es allí barata, sí puede acceder a una solución digna, además de tener la sensación de que valoran su formación y sus aptitudes.
Son dos ejemplos, entre muchos, de un fenómeno que el año 2022 arrojaba cifras pavorosas: 200.000 españoles cualificados abandonaron el país en busca de mejores salarios y condiciones laborales. Generamos un capital humano del que son otros los que se benefician, y con el que les regalamos a otros la productividad que a nosotros nos falta: luego sucede que el PIB per cápita de Países Bajos es de más de 50.000 dólares, y subiendo, mientras el de España está estancado en menos de 30.000. Siglos después de los Austrias, aunque de otra manera, la riqueza de España sigue engrosando las arcas del norte.
El lector informado recordará también el reciente caso del grupo Ferrovial, que trasladó su cabecera a los Países Bajos. La historia viene de atrás. En otro tiempo, hace más de veinte años, el viajero trabajó para una empresa del Ibex, que ya entonces tenía una filial neerlandesa para facilitar su financiación. Por ese motivo se desplazaba con regularidad a Ámsterdam y Róterdam, donde unos gentiles e inteligentísimos gestores holandeses se encargaban de que todo funcionara a la perfección. Por no faltar, no faltaban unas recepcionistas de infarto tras las que se les iban los ojos a los maduros directivos españoles que formaban el consejo de administración de la compañía. Esta gente, eso salta a la vista, siempre ha tenido habilidad para los negocios.
Paseando por el casco viejo de Utrecht, de estrechas calles peatonales vertebradas en torno al Oudegracht, o Canal Viejo, se tropieza uno con la estatua de un personaje singular. Lo es, en primer lugar porque se trata de un Papa de la Iglesia Católica, en una ciudad de abrumadora mayoría protestante, culto al que está adscrita su catedral gótica desde 1580. Pero no sólo por eso: este hombre, que se sentó fugazmente en la silla de Pedro como Adriano VI, natural de Utrecht, y llamado antes en el mundo Adriaan Floriszoon Boeyens, era en 1520 el encargado de regir los asuntos de España por encargo de su señor, el emperador Carlos V. Virrey de Castilla y de Aragón, e inquisidor general de ambos reinos, le tocó lidiar con la rebelión de los comuneros, que se alzaron, entre otras cosas, contra el saqueo de la riqueza de Castilla por los flamencos de la corte del Habsburgo.
Un halo de infortunio
El propio Adriano de Utrecht no fue ajeno a aquel expolio. Su estatua se levanta junto al palacio que se hizo construir en su ciudad natal con los dineros que sacó de España, no sólo en su calidad de consejero del rey y gobernador, sino también como obispo titular de la diócesis de Tortosa, que le cupo en suerte en el reparto de prebendas a la camarilla de Carlos V. Lo que no es óbice para que el personaje inspire simpatía, porque en torno a su figura flota un halo de infortunio. Empezando por este bello palacio, que nunca llegó a habitar: a mediados de 1522, cuando apenas acababa de comerse el marrón de las Comunidades de Castilla, el cónclave lo nombró Papa contra su voluntad, en su ausencia y por instigación del emperador, y tuvo que irse a vivir a Roma, donde murió, acaso de tristeza, un año después.
Hay un pasaje de su vida que inspira especial compasión y que él mismo dejó documentado en sus misivas a Carlos V: cuando allá por octubre de 1520, con los comuneros victoriosos, ha de huir disfrazado y por la noche de Valladolid. El cardenal, virrey e inquisidor general, forzado a salir a escondidas de los que contra su voluntad lo retienen en una ciudad donde ya nada manda. Podría pensarse que en ese trance lo embarga el rencor, sobre todo si se cree el retrato que de él hace Luis López Álvarez en su famoso poema 'Los comuneros', donde le atribuye «ojos de presa». Y sin embargo, Adriano se queja al emperador de que le haya retirado el poder que le dio para perdonar a los que entre los rebeldes se avengan a deponer su actitud belicosa, y en los días siguientes manda a Valladolid cartas donde ruega a quienes gobiernan la ciudad que hagan valer sus justas peticiones por vías pacíficas. Al emperador llega a decirle, incluso, que erró al hacerlo virrey: «Mejor fuera haver (sic) encomendado el cargo de la governación (sic) quitando a mí della, y creo que más los contentara si solamente los naturales del reyno (sic) fueran nombrados».
En 2022, 200.000 españoles cualificados dejaron el país. Siglos después de los austrias, seguimos engrosando las arcas del norte
Contempla el viajero su estatua, junto a la casa en la que nunca vivió, y no puede evitar pensar que es un triste destino el de un país que acaba dejando los suyos en manos de quienes ni siquiera aspiran a regirlos, mientras desatiende a sus gentes y falta al deber de darles lo que en justicia les corresponde.
Junto al Oudegracht hay un edificio que también llama la atención del viajero español: el Stadhuis, o ayuntamiento. Allí se firmó en 1713 el tratado de Utrecht, que tanto sigue pesando en la España del XXI, desde Gibraltar a Barcelona. Como consuelo frente a otra resolución de nuestras cosas por mano extranjera, cabe anotar que la reforma del edificio, allá por el año 2000, se hizo según proyecto del arquitecto barcelonés Enric Miralles.
Una amenaza real
Uno de los propietarios posteriores del palacio de Adriano de Utrecht, Jonkheer Daniël d'Ablaing, hizo colocar en un muro interior, allá por 1633, un curioso relieve de un soldado romano en el acto de arrojar una piedra. Bajo el relieve, que allí sigue, se puede leer: 'Non omne quod minatur ferit'. O lo que es lo mismo: «No todo lo que amenaza hiere». Se refería así el dueño de la casa a unas oscuras acusaciones de relaciones incestuosas de las que había logrado por dos veces librarse.
Como él, se puede optar por el optimismo y pensar que esa descapitalización humana que nos revelan nuestros jóvenes y competentes expatriados, en los Países Bajos y en tantos otros sitios, es una amenaza que no se traducirá en una herida irreversible. El ejemplo de D'Ablaing, sin embargo, no alienta en esa dirección: años después, el caso se reabrió y tuvo que exiliarse de Utrecht. Lo que amenaza, con frecuencia, acaba hiriéndole a uno, de una u otra forma.
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