A Manu Leguineche, maestro de periodistas y de tipos decentes
El escritor y periodista, fundador de la agencia Colpisa, ha fallecido a los 72 años
A Manu Leguineche, maestro de periodistas y de tipos decentes
Era inevitable. Llevaba tiempo en silencio, contemplando el mundo y a los amigos que iban a verle a su retiro de Brihuega, en plena Alcarria, rodeado de sus libros, de sus pilas de periódicos, de su memoria. Manu Leguineche acaba de entregar su último aliento ... , es decir, su pluma, que casi siempre era un bolígrafo, un teletipo, una máquina de escribir, un ordenador.
¡Maldita sea! Aunque tenía que llegar, porque ya estaba más allá que acá, que se lo lleven los diablos a uno de los nuestros duele más que una muela del juicio que nunca tuvimos como él. Lo mejor que podemos hacer será seguir leyéndole, que ahí están sus libros vivos como recién escritos, no en vano cultivó un género de gran predicamento en el mundo anglosajón, pero que aquí no siempre hemos sabido reconocer (es decir, leer) como se merece: un cóctel explosivo y apasionante de viaje, investigación histórica y sobre todo periodismo a pie de obra, es decir, mezclándose con el paisaje, con la gente, con los otros, los que padecen la historia y la escriben con las uñas, los dientes, el sudor, las lágrimas y la risa.
Ayer por la mañana, buscando en El argonauta un libro de un hombre al que tengo que entrevistar el sábado, pasé ante el chaflán donde los azulejos blancos y azules del restaurante El Imperio invitan a entrar. Es uno de esos antros castizos de buen tenedor y cero pretensiones donde una vez compartí mesa y mantel a cuadros con Manu Leguineche y Gervasio Sánchez hace ya demasiado tiempo, y donde escuchamos deslumbrados su forma de hablar y de estar en el mundo.
Tres cualidades imprescindibles
Tenía muchas cualidades Manu Leguineche, pero entre todas las tres imprescindibles para ser un verdadero periodista, es decir, un verdadero reportero (lo siento por los columnistas y demás fabricantes de estados de opinión): la de saber escuchar con los ojos y los oídos embelesados de un niño que solo se hará grande el día de su muerte (hace unas horas); la de poseer una curiosidad insaciable, que no se cura viajando porque al viajar solo se adquiere más curiosidad, más ganas de volver, de abrir otra puerta, de caminar otro kilómetro, de ver qué hay más allá de aquella colina, de aquel puerto, de aquel cancerbero, de aquel dictador sin escrúpulos, de aquel campesino africano que va a compartir contigo todo lo que tiene, y conversar; y por último la humildad de no creerse más que nadie, de mirar a los ojos de la gente, de sentirse parte de este mundo quebradizo al que los periodistas como Manu trataban de darle una especie de sentido, indagando en la historia y el contexto, leyendo y (otra vez y siempre) escuchando, contando una historia, que nunca tiene un final definitivo mientras quede aliento. Una narración de la vida que se escapa a borbotones, y que renace, raramente, a cada instante. Querido Manu.
Si monta una redacción de periodistas insomnes en el cielo de los que no creen en el cielo, de los que creen que todo el cielo y todo el infierno está exactamente aquí, en este mundo apasionante e injusto, yo me apunto a escribir crónicas de no menos de cincuenta mil palabras que den cuenta de lo que son los que no aparecen en las noticias, y recorrer los países que Manu pisó y los libros que leyó y los periódicos que recortó y las vidas que vivió. A Manu Leguineche, como a Julio Cortázar, le vamos a seguir queriendo siempre lo que pensamos que esta profesión ha de inspirarse en tipos ejemplares como él. Hace un año, en un enero cruel y cuesta arriba como este, nos dejó Enrique Meneses. No recurriré al lugar común de escribir que solo se van los buenos, porque no es cierto: se van todos, los cariacontecidos, los pusilánimes, los cobardes y los grandes, los maestros, como Manu y como Enrique: de periodistas, de seres decentes, de amigos con los que ir al fin del mundo, al infierno si es preciso, y volver.
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