Separadas para vivir
Las siamesas Marta y Núria tienen desde hace un mes vidas independientes y un futuro alentador. Ejemplo de ello son las marroquíes Samia y Salma. Nacieron en 1996, fueron operadas en Madrid y hoy llevan una vida normal
texto y fotos: luis de vega
Ver bajar a Salma y Samia de un salto del autobús escolar que las trae de regreso a casa supone un pequeño milagro. Lo comprueba este reportero unos minutos después de haber tenido entre sus dedos una foto tomada en 1997 en la que estas ... hoy adolescentes aparecen como Dios las trajo al mundo, fundidas en un solo cuerpo, compartiendo la columna vertebral, la pelvis y el aparato excretor. Suben a buen ritmo las escaleras hasta el tercer piso con sus mochilas a la espalda y saludan a su madre, que da los últimos toques al pollo con cebolla caramelizada y uvas pasas. Durante la comida, la referida foto de las dos niñas unidas se queda sobre la mesa, nadie la aparta. Salma la coge incluso para tratar de recordar cuál de las dos es ella. Lo hace con absoluta naturalidad, sin rehuir el pasado. En esta casa no se esconde la realidad, pero se intenta andar hacia adelante sin lamentar a diario el premio envenenado que un día les concedió la naturaleza.
Naima Fahti, nacida en 1959, tenía ya dos hijos y dos hijas cuando se quedó embarazada de nuevo en 1996. No iba a las revisiones ginecológicas ni más ni menos que el resto de mujeres que viven en un entorno urbano y de clase media baja marroquí. Primero le dijeron que venían gemelos. Después, a los seis meses, los médicos la empezaron a reclamar cada semana. Supo entonces que no iban a ser unos gemelos cualquiera, aunque no se lo contaban abiertamente. «Llegó el parto y no salieron una detrás de la otra. Salieron las dos a la vez, pegadas», relata ahora con una sonrisa en los labios la madre recordando el día en que dio a luz de forma natural en una clínica privada de Kenitra, una ciudad a cuarenta kilómetros al norte de Rabat, la capital del país.
Han pasado más de quince años desde aquel 18 de diciembre de 1996 y Naima apenas deja entrever que en aquellos momentos el mundo se le acababa de venir encima. Ella, limpiadora. Su marido, Abdala, conserje en un edificio. Ya tenían cuatro bocas a las que alimentar. Y encima, las siamesas. Sin medios, sin conocimiento, aplastados por el peso de los prejuicios y los tabúes. «¿Cómo íbamos a vivir? ¿Cómo nos iban a mirar? ¿Cómo nos iban a tratar?». Las preguntas sin respuesta que cualquiera en su situación se haría bombardeaban a la familia Fathi. Así es como Salma y Samia acabaron durante semanas, durante meses, en una cuna del hospital infantil Ibn Sina de Rabat. En pleno proceso de cicatrización del mazazo y superación del rechazo inicial, el primogénito, Hicham, murió ahogado por una mala ola en un día de fiesta en la playa, el Primero de Mayo de 1997. Tenía entonces 14 años. Estaba casi en edad de empezar a trabajar y poner de su parte en el sustento familiar.
Fue en una de las misiones de colaboración al centro Ibn Sina por parte de miembros del Hospital de La Paz de Madrid cuando se enteraron de que Salma y Samia se encontraban allí en una cuna, amarradas a un futuro más que incierto en un país en el que no hay ni experiencia ni medios en operaciones para separar siameses. El escalón sanitario que separa España de Marruecos es de los más altos del mundo entre países vecinos. Esto explica que varias parejas de siamesas del reino alauí hayan sido intervenidas en centros españoles. Fue ese peldaño el que superaron Salma y Samia cuando en abril de 1998 fueron operadas durante catorce horas por un equipo integrado por una veintena de profesionales de La Paz encabezados por el jefe de Cirugía Infantil, Juan Antonio Tovar, que reconoce que la interrupción de este tipo de embarazos es más frecuente en países desarrollados.
Desde 2007 Salma y Samia no suben a Madrid. El doctor Tovar da a entender que no estaría mal que lo hicieran porque el buen resultado de la complicada separación debe afianzarse con revisiones y, posiblemente, con nuevas intervenciones. Las dos hermanas hacen vida prácticamente normal a pesar de la colostomía por la que defecan en una bolsa y tener que ir permanentemente con pañales que suponen un gasto diario de unos dos euros, a lo que hay que sumar otros gastos para los cuidados cotidianos de las niñas. Todo un sablazo en una casa en la que el dinero que entra al mes es unos 180 euros del salario de la madre, ahora como trabajadora en una fábrica de cerámica, y algo más de cien euros de la hija mayor, Suad, como ayudante de maestra en un colegio.
La estructura familiar se mantiene gracias al piso al que se mudaron en 2008, pagado por Calor y Café, una ONG de Granada. Es una casa más digna y confortable que la que ocupaban hasta entonces. El traslado vino sin embargo acompañado de otro drama inesperado. El padre de familia, cuya foto ocupa un lugar visible en el salón de la vivienda, murió ese mismo año. Desde entonces el único hombre en la casa es Aziz, que hoy cuenta con 25 años y cuyos estudios en Informática no le sirven para encontrar trabajo. Basta un paseo con él por Kenitra para comprobar que se siente mal en una sociedad como la marroquí viviendo bajo el mismo techo que su madre y sus cuatro hermanas sin poder aportar un solo dírham a la maltrecha economía familiar.
De la escolarización de Salma y Samia —unos 170 euros mensuales— se hace cargo Tierra de Hombres, la misma ONG que hizo posible el traslado de las niñas a Madrid y su posterior seguimiento médico. La asistente social y enfermera Amina Smimine, de 61 años, batalló para que Tierra de Hombres, la organización para la que trabaja desde hace casi tres décadas, lograra hacerles un hueco en la enseñanza privada, lo que, según su opinión, facilita la integración de las dos hermanas. Esa es para ella la clave del futuro de estas niñas, que no podrán vivir siempre a la sombra de su madre. Pensando en los años que vendrán, Smimine cree que lo mejor sería que la familia pudiera acceder a montar en el barrio de Kenitra donde viven un pequeño negocio, como una tienda, que garantizara el sustento de las hermanas.
Una del Barça, otra del Madrid
Samia ha crecido algunos centímetros más que Salma. Es también más dinámica y va mejor que ella en clase, señala Sanaa Diab, la asistente de la directora del colegio privado Laval, donde cursan sus estudios con un par de años de retraso debido básicamente al tiempo perdido con la operación y las revisiones médicas periódicas. Samia parece más viva y espabilada, «quiere hacer siempre lo mismo que la otra —explica su madre— y hay veces que no puede. Trato de hacerles ver que son distintas, que tienen cuerpos y cerebros diferentes». Salma sigue al Barça en la Liga española y expresa su deseo de trabajar de policía. Samia, que se queda muda cuando es preguntada qué desea ser de mayor, muestra su preferencia por el Real Madrid y cita como referencia a Cristiano Ronaldo. A las dos les gustaría practicar más deporte, pero su madre las frena por miedo.
Amina Smimine cumplirá en julio cuarenta años como asistente social en un país en el que considera que esta parcela sigue siendo casi un erial. «¿Pero qué es lo que pretendes?», le preguntaba hasta su propio marido, médico, cuando en los años setenta empezó a tratar de defender los derechos de los niños. Entiende que ahorrando críticas y corriendo un tupido velo sobre la realidad no se ayuda a nadie. «Ahora hemos roto algunos tabúes y se puede hablar más que antes», reconoce.
Del entorno insatisfecho de mujeres como Smimine salieron las primeras denuncias contra el empleo y maltrato en Marruecos de miles de menores de edad como sirvientes en casas particulares. La asistente social también se ha señalado estos últimos días gritando indignada contra la legalidad de un país que ha empujado a una niña de 16 años a suicidarse ingiriendo matarratas tras ser casada con el hombre que la violó y la siguió maltratando durante el matrimonio, forzado para que el marido evadiera la cárcel amparado por el código penal.
Desde 1972 Amina Smimine trabaja en el hospital Ibn Sina. Allí fue donde este corresponsal conoció y fotografió por vez primera en junio de 2004 a Salma y Samia y a otras hermanas siamesas, Fatima y Amina, separadas también en La Paz. Smimine sabe que si no es fácil para unos padres acoger la noticia de que tienen dos hijos siameses más complicado es todavía en un país como Marruecos. Lahcen Agoumín, el padre de Fátima y Amina, se negó tras el nacimiento de sus hijas en 1999 a que fueran separadas. «Afirmaba que era un regalo de Alá y que así tenían que quedarse», recuerda Amina Smimine, que explica que aquella férrea mentalidad conservadora no le impedía al progenitor desplegar una gran adoración por sus niñas.
Autorizado por el ulema
El padre no dio el visto bueno a la operación en Madrid hasta que un conocido ulema se lo autorizó por escrito desde Egipto. Esa era para él la señal de que separando a sus hijas no contravenía a Dios. Pasados los años, Agoumín se muestra «satisfecho» de que la intervención se llevara a cabo, como ha declarado a ABC a través del teléfono desde Inzegán, al sur de Marruecos. Fátima y Amina viven hoy a sus trece años con una pierna cada una y no pasan revisión en Madrid desde 2007, pero, según su padre, hacen una vida relativamente normal y van y vienen al colegio con muletas. Amina Smimine, que hacía varios años que no sabía de ellas, respira más tranquila.
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