La peste porcina africana y los 30 años de ruina que dejó en Extremadura: «Vamos a estar toda la vida temiendo que vuelva»
Centenares de miles de animales se sacrificaron entre los años 60 y los 90 en la dehesa extremeña y llevaron a la ruina del sector. El nuevo foco de Cataluña ha despertado todos los miedos en la cuna del cerdo ibérico
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Badajoz
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Iniciar sesión«Era el año 92. Llevábamos años sin que nos tocase, hasta que volvió a aparecer. Cuando más tranquilos estábamos. En tres días, cien cochinos muertos. En una semana, 1.500. Los tuvimos que sacrificar. A pie de fosa. Luego los quemábamos y enterrábamos las ... cenizas con cal viva. Fue el peor momento de mi vida». Antonio Bueno es ganadero de porcino «desde que nació», bromea. Le tocó lidiar, como a tantos otros, con la peste porcina africana, siendo muy joven. En su finca, ubicada en el término municipal de Villalba de los Barros, en Badajoz, se detectó el último gran foco de la enfermedad que destrozó al sector del porcino en Extremadura durante más de tres largas décadas.
La provincia pacense, de hecho, abrió la puerta a la enfermedad en toda España. A finales de los años 50, el foco comenzó en Portugal. Entró en la península ibérica porque en el país vecino se dieron a los cerdos las sobras contaminadas del catering de un avión procedente de Angola. Una vez en territorio portugués, se cree que fueron los contrabandistas, que campaban a sus anchas en el entorno de Badajoz capital, los que acabaron por traer la enfermedad a Extremadura. Aquello abrió una época de incertidumbre para el sector del porcino en todo el país, pero, sobre todo, para el extremeño, que siguió bajo las restricciones de la llamada «raya roja» hasta los años noventa. Solo en los dos primeros meses, se sacrificaron en la región 50.000 cerdos.
Extremadura era entonces, como es hoy, la cuna del cerdo ibérico. Prácticamente no existían granjas de cerdo en intensivo. Todo, o casi todo, era cerdo de montanera. Y, en ese escenario, la enfermedad es imparable. El animal está en contacto permanente con otros seres vivos que, de una forma u otra, pueden transportar partículas contaminadas. Una vez se contagiaba un cerdo, era imposible salvar la explotación. Daba igual que fuese por la enfermedad o por sacrificio, porque si se infectaba uno de los animales, se sacrificaba a toda la finca, incluso también algunas colindantes, como recuerda Enrique Muslera, que, durante la década de los años ochenta, fue director general de Ganadería de la Junta de Extremadura, con el gobierno del socialista Rodríguez Ibarra: «Aquello fue terrorífico, fueron años horrorosos, hubo mucha gente que se arruinó».
Muslera también explica que, durante años, el Gobierno, que pagaba por los animales sacrificados, no hizo distinción entre el cerdo ibérico y el cerdo blanco: «Valían igual, cuando el valor del cerdo ibérico es evidente mucho más alto». Eran, todos, ingredientes que, juntos, llevaron al sector hacia una situación de verdadera catástrofe. Antonio Bueno, el ganadero que se enfrentó al último gran foco, estima que perdería «unos 70.000€ de los de ahora».
Miles de familias en ruina
José Carretero, hijo de ganadero, que vio cómo su padre sufría los estragos de la peste porcina, se decidió a ser veterinario cuando más golpeaba la enfermedad. Él fue conocedor en primera mano de la «ruina» que supuso para miles y miles de familias: «Cuando tenías un positivo, no sabías cómo decírselo al ganadero porque la cosa se ponía muy fea, bien porque no estaba asegurado, bien porque las compensaciones eran mínimas. Lo que muchos hacían era tratar de vender los animales». Se estima que en municipios como Higuera la Real se llegaron a sacrificar 8.000 cerdos. Pudo ser el fin del cerdo ibérico extremeño tal y como lo conocemos hoy.
«Mentar la peste era mentar la bicha. Era peor decir que tenías cochinos enfermos que alguien se te había muerto»
Gonzalo Llorente
Ganadero
El índice de mortandad era del 100%. «Mentar la peste era mentar la bicha, era casi peor decir que uno del pueblo tenía cochinos con peste a decir que alguien se había muerto», cuenta Gonzalo Llorente, que dio sus primeros pasos como ganadero, junto a su padre, enfrentándose a la PPA.
Recuerda cómo llegó a temer que su padre le dijese que «un guarro estaba malo»: «Era un desastre, era estar en casa de mal humor, ir al campo sin ganas y pensar en dejarlo, pero tenías que seguir, no podías hacer otra cosa», lamenta. Él, como otros muchos ganaderos, no pueden evitar que se agolpen en su memoria recuerdos muy oscuros, de unos años que fueron de verdadero sufrimiento para quien se dedicaba al porcino. La forma en la que morían también era especialmente traumática y desagradable. Las autoridades sanitarias quitaban la vida al animal de un disparo, pero lo peor venía después: «Tengo presente una imagen. Eran más de 100 cochinos. Cuando los veías arder, sentías que estaban quemando el trabajo de toda tu vida. Tengo el reflejo, el sitio concreto, en el que ardían y no se me quita de la cabeza».
«Me tocó combatirla, fue el mayor reto. Obligamos a los ganaderos a remodelar las granjas para hacerlas más seguras»
José Marín Sánchez
Veterinario
Este ganadero, que tiene su finca entre los municipios pacenses de Oliva de la Frontera y Jerez de los Caballeros, una de las zonas más afectadas por la enfermedad, admite que, cuando ha conocido las noticias que llegaban desde Cataluña, con la muerte de jabalíes infectados, se ha «echado a temblar»: «Lo que vivimos no se borra fácil. Siempre decimos, en tono de broma, que si volviese la peste estaríamos acabados. Ahora lo pensamos de verdad. Sería tremendo. Es casi mejor no pensarlo».
En la misma línea, Antonio Bueno cuenta cómo su mujer le dice siempre que «van a vivir continuamente bajo una situación de estrés»: «Vamos a estar toda la vida temiendo que vuelva».
No en vano, Extremadura sería hoy, como lo fue entonces, la región más propensa a sufrir las consecuencias de la peste porcina africana, precisamente por la naturaleza de cría que se practica en la región, fundamentalmente en montanera. La comunidad autónoma produce cerca del 40% del cerdo de bellota de toda España. En la última montanera, se sacrificaron más de 580.000 cerdos de bellota en tierras extremeñas. Bajo la D.OP. Dehesa de Extremadura, el sector es un auténtico motor económico y social para una región eminentemente agraria.
La dehesa lo propicia
José Marín Sánchez es, actualmente, el presidente del Colegio de Veterinarios de Badajoz. En su día formó parte de los equipos que combatieron la enfermedad. Reconoce que aquello fue «el mayor reto que hemos tenido nunca» a nivel de sanidad animal y admite que siente verdadero «pánico» ante la posibilidad de que la enfermedad pueda progresar en otros territorios y terminar llegando al extremeño, donde los sistemas adehesados serían la receta perfecta para que la enfermedad perviviese, como ya ocurrió, durante años.
Explica que la situación, en clave veterinaria, ha cambiado radicalmente desde entonces. Recuerda que la campaña que se hizo en Extremadura contra «los portadores» de la enfermedad acabaron siendo un éxito basado en dos grandes pilares. El primero fue obligar a los ganaderos a remodelar, casi por completo, las explotaciones, que eran antiguas, obsoletas y favorecían la permanencia del chinchorro, la garrapata del cerdo. Se eliminaron edificaciones de madera por chapa y se multiplicaron las medidas de prevención. Los vehículos que entraban en las fincas pasaban antes sus ruedas por litros de lejía. Eso fue importante, según Sánchez. Tanto como la efectividad del diagnóstico: «No fallaba. Recibíamos las muestras, se procesaban y se daba conocimiento, pero ese resultado iba a misa». Cree que, ahora, el mayor de los problemas para intentar atajar la propagación de la enfermedad es otro. Se refiere a los jabalíes, que, cree, «son el problema más importante». Con todo, admite que, aunque se trate de ser optimista, el «temor» existe.
María Jesús Gómez también es veterinaria y, además, miembro del Consejo Regulador de la D.O.P. Dehesa de Extremadura. Por tanto, sabe bien el efecto devastador que podría tener la llegada de la peste porcina africana, de nuevo, a Extremadura. Ella confía en que el foco «se erradique y no salte a otras comunidades», sobre todo porque, desde 1994, «se han realizado estudios más exhaustivos, investigaciones, técnicas de diagnóstico fiables y se han ampliado los conocimientos sobre la enfermedad» para poder combatirla de manera más efectiva, pero reconoce que, de llegar «sería una catástrofe con graves pérdidas económicas».
Insiste, como sus compañeros, en que la dehesa «posee unas condiciones climatológicas adecuadas, donde el virus podría pervivir largos periodos de tiempo». Argumenta que al ser porcinos en régimen extensivo «tendrían fácil contacto con animales salvajes infectados e incontrolados, lo que supondría una mayor expansión y un difícil control».
La dehesa extremeña tiene unas condiciones meteorológicas donde el virus podría mantenerse más tiempo
En suma, es inevitable que las noticias que llegan desde Cataluña inquieten en tierras extremeñas. La propia Junta de Extremadura ya se ha puesto manos a la obra para redoblar la prevención y orquestar una planificación conjunta entre tres distintas consejerías, con el apoyo, además, del sector cinegético en lo que se refiere a la población de jabalíes. Los peores presagios de muchos ganaderos vuelven a estar hoy encima de la mesa. Incertidumbre, temor, incluso, como dicen algunos, verdadero pánico. Una sensación que, sin embargo, sucumbe a una máxima que impera con, todavía más fuerza, entre quienes llevan toda su vida dedicándose al sector porcino.
Lo resumía bien Antonio Bueno, desde la misma explotación en la que tanto sufrió aquel fatídico año 92: «Este es un oficio en el que no se puede bajar la persiana de repente, en el que no puedes acabar con todo de repente. Cuando digo que soy ganadero por aflicción, mi mujer me dice que no, que lo soy por adicción. Quizás. Yo lo único que sé es que soy ganadero y quien es ganadero lo es para toda la vida». Tres décadas después, él, como tantos otros y pese a todo, sigue a pie de finca.
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