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hotel del universo

Españoleando por Ginebra

carlos marzal

La semana pasada nos fuimos a Ginebra, invitados por la Fundación Abanico, que dirige el uruguayo Daniel Ybarra, un grupo de españoles perteneciente a ese ámbito tan vaporoso que denominamos «mundo de la cultura». Había escritores —Antonio Cabrera, Fernando Delgado, José Saborit, Lola Mascarell, Eduardo Halfon—; editores —Manuel Borrás, Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba, de Pre-textos—; pintores —Luis Gordillo, Deva Sand, Carmen Ortega, Juan Olivares, Nico Munuera y Nilo Vinuesa; el cocinero Ferràn Adrià; y los cantantes Paco Ibáñez y Amancio Prada. Es decir, había un poco de todo, como en botica.

En otro tiempo, se habría dicho que fuimos a españolear, que es un concepto de imposible definición, al menos para mí. Me imagino que cada cual entenderá por ello asuntos muy distintos; pero no deja de resultar pintoresco que exista un verbo para nombrar eso de «hacer el español». ¿En qué consistirá, a fin de cuentas «hacer el español»? Siglos atrás, podría haber bastado con pasearse con capa y espada y gesto aguerrido por las calles de otro país, pero me temo que en el universo global estas conductas ya no resultan significativas.

El caso es que por allí anduvimos unos cuantos españoles, españoleando o sin españolear. Leímos poemas, colgamos cuadros, montamos instalaciones, hablamos de lo divino y lo humano, los que sabían cantar cantaron (y los que no sabíamos, a la menor oportunidad, nos lanzamos a hacer coros de ranas en la ciudad calvinista). Yo pensaba en el pobre Miguel Servet, a quien quemaron por hereje los reformistas más severos —considerados mucho más herejes por los españoles contrarreformistas—, y daba gracias de vivir en tiempos tolerantes, porque aquella forma de cantar nuestra ofendía, sin duda, al Creador. Los cocineros del restaurante valenciano La Lluerna cruzaron media Europa para dar de comer a un batallón de croqueteros (nosotros incluidos) las delicias de la tierra: arroces de marisco, paella ortodoxa, buñuelos de bacalao y otras exquisiteces patrias.

Por la noche, en el Casino Teatro de la ciudad cantaron Paco Ibáñez y Amancio Prada. Los dos tienen mucho que ver en la educación sentimental de quienes en los setenta y ochenta escuchamos la llamada de la literatura y aspirábamos en secreto a ser escritores. Los clásicos remotos y los clásicos vivos de la poesía española —y gallega, y catalana, y valenciana— nos calaron aún más hondo gracias a ellos (y a Serrat, y al Raimon que cantaba a Espriu, y al Ovidi Montllor que musicaba a Estellés, por ejemplo). Escuchando a Paco Ibáñez y a Amancio Prada —es decir, escuchando a los poetas españoles— me emocionaba la fuerza de la lengua, la capacidad de las palabras para remontar el tiempo y para trasladar la emoción pura hasta el presente. El Romancero, Manrique, Góngora, Quevedo, San Juan, Rosalía, Lorca, José Agustín Goytisolo, volvieron a sonar sinfónicos en la voz cascada de Paco Ibáñez y en la aún melodiosa de Amancio Prada. Eran nuestros contemporáneos estrictos. Cómo andáis, muchachos —nos decían—, mirad qué poco hemos cambiado, seguimos pensando en el amor y en la muerte, en la alegría y en la desdicha: seguimos penando por todo ello, seguimos exaltándonos.

En aquel teatro sonaron el español, el gallego, el euskera y el catalán, además del francés de las explicaciones. Todo en armonía, con normalidad y emoción. Qué buena manera esa —me dije, me digo— de españolear.

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