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curiosidades de Madrid

Los secretos que esconde la escultura de la «estudiante» de Malasaña

Su autor, Rafael González García, bautizó como «Susana», el nombre de su hija, a la estatua de la plaza de San Ildefonso

Los secretos que esconde la escultura de la «estudiante» de Malasaña A.P.

Beatriz F. Rebolledo

Quietas, frías, estáticas: así son las esculturas que pueblan las calles de Madrid y, sin embargo, a veces nos las imaginamos de juerga; son esas horas de la madrugada en las que nadie está en la calle. Nos cruzamos con ellas a diario y nos preguntamos cuánto tiempo llevan ahí, cómo llegaron a ese lugar o qué cosas bizarras han visto sus ojos. Pero ellas, fieles a su condición, permanecen en silencio. Tal vez por esa razón muchas de las esculturas que decoran las plazas y las estrechas calles de Malasaña son golpeadas o arrancadas. Pero hay una que no. Aunque cada fin de semana soporta burlas y pintadas, ahí sigue, con su carpeta bajo el brazo , dispuesta a llegar a alguna parte.

Tras varias noches intentando charlar con la estudiante de bronce de la plaza de San Ildefonso se puede llegar a la conclusión de que a veces la mejor forma de conocer a alguien es a través de quienes les dieron la vida. Todas estas esculturas tienen un padre o una madre. Algunos cuidan mucho de ellas, y otros , como el creador de «la estudiante», las tienen prácticamente olvidadas.

«La joven caminando», «la grunge», o simplemente Susana, que es como la bautizó su autor, Rafael González García en 1999. Se trataba de un encargo del ayuntamiento. Un concejal, cuyo nombre no recuerda, vio el pequeño bronce de la estudiante y decidió que era la chica perfecta para adornar una de las plazas más emblemáticas de Malasaña. El autor era un humilde profesor de arte en la Escuela de la Palma . Rafael confiesa que a veces «pasa a verla», aunque tiene el bronce original guardado a buen recaudo en su taller, a las afueras de Madrid. Pero, ¿qué historia se esconde detrás de Susana?

La niña de sus ojos

La escultura representa a una estudiante de 18 años; es como una alumna anónima, una chica cualquiera como las miles que hay allí. Pero esta muchacha tiene algo muy especial: su perfil, su cara, está inspirada en la de su hija. Susana tenía nueve años cuando su padre creó la estatua; en la actualidad tiene 26. Si existe una musa para Rafael, está claro que esa es su hija. Su taller está lleno de esculturas de ella y, de hecho, el autor trabaja ahora mismo en una nueva pieza que también es, sorpresa, la joven Susana.

Pero no solo hay figuras de su ojito derecho: toda la familia de Rafael está representada en algún punto de su frío taller. Su hijo pequeño, Ricardo, a lomos de un caballo. Su hermano Nino, representado en un bronce con las manos en la cabeza, como si el mundo se le hubiese caído encima, como si toda la angustia se transmitiese a través de un solo gesto. La realidad es que su hermano está muy lejos de ser esa figura torturada que vemos en el bronce. Más bien es todo lo contrario, un torbellino incansable de palabras. Cuenta Rafael que solía llamarle Theo, como el hermano de Vincent Van Gogh, ya que este le cuidó y proporcionó ayuda económica cuando la necesitó. Para Rafael, Nino ha sido su mecenas. De hecho, su taller está en el polígono industrial de su hermano. En él se pueden ver las escasas obras del escultor de «la grunge», aunque éste defiende que la cantidad no siempre es sinónimo de calidad.

Esta misma fue su respuesta a un conocido escultor español (del cual no cita el nombre), que llena muchas de las plazas de la capital con sus obras. Rafael hace una crítica de este tipo de artistas que, según él, «lo mismo te hacen una escultura que mil». Además, cuenta un pequeño encontronazo que tuvieron hace tiempo: el afamado artista disfruta retratándose a sí mismo en sus esculturas, pero «más alto y más guapo», cuenta Rafael. También tuvo palabras duras con nuestro escultor por tener una sola obra en la calle. El artesano, tras sus gruesas gafas y una sonrisilla amable, cuenta que lo importante es «defender lo tuyo, no lo postizo». Afirma que cuando escribes va saliendo tu letra, y que eso no es lo importante, sino lo que quieres decir con ella. Con la escultura pasa igual. Lo importante es ser auténtico, aunque no tengas varias obras con tu cara en el centro de Madrid.

Aunque a Rafael tampoco le falta picaresca: hay un lugar de la capital donde sí plasmó su rostro. Eran sus años locos de juventud; tenía unos 18 y estudiaba Bellas Artes en la universidad. Un verano llegó un multimillonario a Madrid con una gran idea: montar el Museo de Cera. Él entró como becario en verano para ayudar a los escultores. Esbozaba los retratos y le pagaban por ello; «¡hasta iba a los sitios en taxi!» grita él entusiasmado. Tras un tiempo en el museo consiguió que le dejaran hacer algunas de las cabezas de las esculturas. Por ejemplo Pepe Isbert o los hijos de los Reyes Católicos. Y entonces decidió plasmarse para siempre: en la escena del Dos de mayo puso su cara a uno de los soldados franceses. Con 18 años uno cree que va a vivir para siempre y Rafael lo consiguió a través de su escultura.

Parece que toda la vida del escultor gira en torno a Malasaña; tanto sus años de profesor en la scuela, como su escultura de la pequeña Susana. En un momento de la tarde confiesa que la figura es más de lo que aparenta, que guarda un secreto. Algo que solo sabían su hija y él, y que querían preservar. Como diciendo: el resto del mundo puede ver, tocar o pintar esta escultura, pero el secreto es nuestro y no locompartimos. Solo se puede decir que quien quiera conocerlo deberá estar atento al pelo de la joven estudiante.

Ni siquiera su mujer supo cuál era este secreto. Cuando llegamos a ese tema se le quiebra la voz. Levanta un plástico lleno de polvo y deja al descubierto la figura de una joven tapándose la cara. «Es Valeria, mi mujer. Se la llevó un maldito cáncer». Aún se le ilumina el rostro cuando habla de ella. Cuando era joven recibió una beca para trabajar en Roma. Ella era italiana y trabajaba en una tienda de bellas artes. El resto, como suele decirse, es historia. Ella vino a Madrid con él, y aquí se quedó. Y , por el camino, le sirvió como musa.

«¿Alguna vez has hecho una escultura de ti mismo?», preguntamos. «No». «¿Por qué no?», «¿Y por qué sí?», responde él. A pesar de que comparte nombre con uno de los grandes artistas italianos, Rafael no se considera nada extraordinario. No cree que la escultura de San Ildefonso tenga repercusión. Ni siquiera le molesta que la pinten, «pobrecita, sino se puede defender». Nino, su Theo particular, es un poco más crudo: «la putean mucho», dice resignado. Pero, a diferencia de muchas de sus compañeras silenciosas, Susana sigue todavía con esa sonrisilla paseando por Madrid. Hasta en eso se parece a su padre.

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