Luanco, mi collar de perlas
Aunque Luanco se ha estirado la piel, las arrugas más hermosas de su rostro -patrimonio espiritual de este pueblo marinero asturiano- permanecen intactas
jaime gonzález
Hace años que llegué a un pacto con Luanco: convertirlo en mi callejero de emociones a cambio de dejarse recorrer. La cosa funciona: cada verano, lo ando y lo desando mientras él me va iluminando la memoria. En cada esquina, me brota un recuerdo: algunos ... son materia reservada; otros los conoce el pregonero, pero la mayoría forman parte de la cara B de mi vida, como esas canciones que se tragó el olvido y emergen de repente para recordarte que te estás haciendo mayor. Luanco es mi pueblo imprescindible, porque si lo sumerjo y lo empujo hacia dentro rebosa el agua donde chapotean mis mejores momentos. Un consejo: conquístelo despacio, a fuego lento, un cafelín temprano en la terraza de "El Puerto", a poder ser leyendo el ABC y mirando a Gijón, que parece un gigante tendido a lo largo tras una noche loca.
No trate de ganarse a Luanco en una hora, porque no es un pueblo fácil: si se te va la mano, te arreará un guantazo y se dará la vuelta para mostrarte la espalda en señal de rechazo. Sedúzcanlo con extremo cuidado de no tocarle las piernas nada más llegar, porque te puede poner mirando al Cabo Peñas o estrellarte contra las rocas de Samarincha. Ahora bien, Luanco, cuando besa, es que besa de verdad. Y te muerde los labios hasta el punto de desgarrarte la lengua. Una atracción fatal. Estábamos en "El Puerto", esa caja de cristal que corona los viejos muros del muelle —con su chigre imprescindible— y guarda en su interior el cuaderno de bitácora de Pepín Secades: tomarse un gin-tonic nocturno forma parte del viejo ritual. Ya puestos, no estaría de más que el visitante se dejara llevar e imaginase cómo era esta villa marinera cuando acechaban las ballenas. Con tres gin-tonic y un poquito de paciencia basta para verlas de cerca, aunque si no fuera capaz le aconsejo visitar el Museo Marítimo para hacerse una idea. El Luanco que costea el mar no tiene pérdida: de la Ribera al Cabildo y, tras un alto en el camino, paso ligero a la playa. Un recorrido que no llega a diez minutos, pero que nos remonta al tiempo de las postales sepias, vestigios de una era en la que el pancho y el bonito se compraban en la calle y te llenaban la lechera en el portal.
Luanco me convoca cada año a la liturgia de recordar a mis muertos, un ceremonial que me pellizca el corazón cuando veo a mi padre pasear en compañía del equipo de ánimas que marcó el compás de mis veranos: Rufino, Josefina, Maritere, Tita, Jeromín y otros ilustres ausentes que me saludan de lejos por la sencilla razón de que siguen vivos a mi modo. Tomo aliento y paso de la nostalgia a la farra, porque en Luanco hay barra libre de juerga. Les invito a pasarse por el pueblo la noche del 14 de agosto para comprobar en sus carnes cómo el desparrame astur no tiene nada que aprender de fuera: un ejemplo de cachondeo autóctono que algún día —y falta poco— entrará en el libro "Guinness" de los récords.
Para muscular el espíritu les propongo un trayecto: sigan el sendero que va desde Luanco a Moniello y, si les quedan fuerzas, atrévanse a llegar a Peñas. Entre el cielo y el mar, sentirán que no hay dioses menores en mitad de un paisaje donde la belleza se desborda para recordarnos que la vida más hermosa se recorre de memoria, aunque te duela al andar. Luanco, ¿cuándo dejarás de ser un viaje de ida y vuelta? ¿Cuándo podré contar —una a una y sin prisas— las perlas de mi collar?
Luanco, mi collar de perlas
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