El cuadro, aunque comercializado a niveles que duelen, sigue ahí: crónica social y retablo catedralicio, elegía y cántico, fotografía humana y radiografía divina, puerta que lleva a la gloria o al infierno, evangelio que salva o que condena, réquiem para el silencio, galería de hombres ... de perfiles como si acabaran de ver el mar, como si la muerte les hubiera hundido la guadaña en sus miradas. El cuadro sigue ahí con olor a alacena y a sacristía, con lamentos y gemidos de renegados y perseguidos, de reformados y místicos, todos alumbrados por la luminaria del hachón con una llama llegada de la Inquisición. El cuadro sigue ahí con un perfume de acero y de espada, con hombros cargados con capas pluviales, con cráneos tonsurados por la humedad, con miles de teorías y leyendas, con la decadencia y con el esplendor. Espejo que en perfecto equilibrio entre la tierra y el cielo nos devuelve al mirarnos en él la fragilidad de un alma que acaba de abandonar el Siglo de Oro.
Nuestro poeta en Nueva York (23): Entre la tierra y el cielo
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