El Greco en el siglo XVII (III)
Escribimos en la anterior entrega sobre las opiniones de Carducho y Francisco Pacheco y ahora ahondamos en este siglo y en lo que pensaban los barracos sobre el Greco

Ahondemos ahora aún un poco más en los juicios, inopinadamente encomiásticos, despertados por El Greco en el XVII . Uno de los nombres más relevantes de entre los estudiosos de la pintura en aquella centuria fue el humanista Lázaro Díaz del Valle, a quien debemos, entre otras obras, todas inéditas, un tratado sobre la pintura y los pintores, dividido en dos partes, una de las cuales, fechada en 1659, y dedicada a su íntimo amigo Diego de Silva y Velázquez, contiene un juicio sobre El Greco expresado en los siguientes términos: «Dominico Greco, llamado vulgarmente el Griego: fue un gran pintor y sus obras son dignas de eterna alabanza. Este singular artífice fue único por su camino como lo testifican muchas obras de grande primor que pintó en España y particularmente en Toledo (…)». Se ha aventurado que este manuscrito hubiera sido parte del salvoconducto de Velázquez en su deseo de entroncar con la nobleza. No nos ocuparemos nosotros de ese pormenor; a cambio, sí diremos que la opinión de Díaz del Valle no resulta precisamente disímil de la de Pacheco, el suegro del gran pintor sevillano, y, en consecuencia, al margen de los propósitos que albergara, sí parece lógico que las palabras contenidas en el tratado de su amigo, no fueran muy divergentes del pensamiento que el propio Velázquez habría tenido sobre El Greco, como veremos a continuación.
Pita Andrade nos advierte de que antes del vencimiento del siglo XVII, aún hay un par de menciones a El Greco, que tienen, por su contenido, un interés menor y cierto carácter marginal. Las traemos aquí por completar este panorama documental. La primera de las menciones figura en un texto de dimensiones reducidas, escrito bajo la autoría de Francisco Santos, donde el nombre de El Greco aparece junto a una noticia de grabados. Algo más extensa, aunque similar en interés es la cita que José García Hidalgo hace de El Greco en su «Principios para estudiar el arte de la pintura», del año 1691, donde se registra un reproche al interés supuestamente excesivo que nuestro pintor concentró en la anatomía, según infiere García Hidalgo de la complexión de las figuras del Cretense.
De entre los teóricos, críticos e historiadores del arte no españoles, merece la pena citar al italiano Giulio Manzini, médico, amante de las artes plásticas, autor de unas Considerazioni sulla Pinttura, escritas entre 1614-1620, donde nos relata la jugosa anécdota según la cual El Greco se había postulado no ya a cumplir el dictado papal de cubrir, «decorosamente», algunas figuras del Juicio Final de la Capilla Sixtina, sino que, excediendo el deseo de Pío V, El Greco habría abogado por suprimir la obra de Miguel Ángel para abordar el proyecto desde el inicio, postulación que habría precipitado la salida del Cretense de la ciudad de Roma por la indignación que su propuesta habría sembrado en el mundo artístico romano. Fuera de la verosimilitud histórica o el cariz legendario que quiera dársele al relato de Manzini, es indudable que sí contó con un criterio reputado para el juicio de las artes plásticas, y es desde esa posición desde la que nos señala a El Greco en los siguientes términos: «(…) era comúnmente llamado El Greco. Este, habiendo estudiado en Venecia y en especial las obras de Tiziano , había llegado a un gran dominio en su profesión y en su manera de ejercerla. Desde allí vino a Roma en un tiempo en donde no eran muchos los hombres [pintores] y en que éstos no presentaban en sus obras la resolución ni la frescura que caracterizaba a las suyas, por lo cual se llenó de atrevimiento y éste se hizo tanto mayor cuanto que en algunos encargos particulares dio grandes satisfacciones».
El Greco visto por los pintores barrocos
Si importante e interesante es conocer la opinión que El Greco despertó entre los tratadistas del XVII, tanto o más es tener conocimiento de la postura que adoptaron ante su obra los pintores del Barroco. Habiendo asumido las dos condiciones que le confirieron sus conocimientos de la pintura española e italiana y su propio talento como gran artista, hallamos a Jusepe Martínez, de quien, como en el caso de Manzini, podemos dudar en lo que respecta al rigor histórico de las anécdotas que nos transmite, pero, como en el caso del tratadista italiano, su opinión es la un experto que, por razón de sus múltiples vivencias y conocimientos, sin duda emite un juicio que, sin dejar de ser personal, en 1675, fecha de publicación de sus «Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura», tiene ya un largo recorrido, como se puede comprobar en las propias palabras de Martínez: «(…) vino de Italia un pintor llamado Dominico Greco (…); trajo una manera tan extravagante que hasta hoy no se ha visto cosa tan caprichosa, que pondrá en confusión a cualquiera bien entendido para discurrir su extravagancia, porque son tan disonantes unas de otras, que no parecen ser de una misma mano». Sigue Jusepe relatando algunos pasajes de la vida de El Greco que, en efecto, ilustran su discordancia con los usos y costumbres de su tiempo, que nos muestran a un hedonista, tan refinado como para contratar a músicos privados que lo deleitaran durante el tiempo en que permanecía sentado a la mesa, tan pródigo en dilapidar las cuantiosas ganancias que le reportaba un arte con el que se había granjeado un predicamento del que Martínez no sólo no duda, sino que lo subraya, junto con su tendencia a la ostentación, y su condición de afamado arquitecto, profundo en la alocución y poco imitado por causa de…su extravagancia.
Jusepe Martínez afirma que El Greco era tan refinado como para contratar a músicos privados que lo deleitaran en la mesa
Antes nos hemos referido a Francisco Pacheco y a Lázaro Díaz del Valle como dos tratadistas fundamentales del seiscientos que expresaron decididamente su juicio, ponderadamente encarecido a favor de El Greco. Nada conocemos acerca de si Diego Velázquez suscribiría estas posturas favorables, pero es factible aventurar que el gran pintor sevillano no disintiera de su suegro ni de su íntimo amigo. Si acudimos a su obra, algo podemos aportar a favor de esta hipótesis: los estudiosos consideran que hay una doble vertiente en el retrato de la pintura moderna en España; la primera de ellas la representa ese patrón de retrato frío, estático, dotado de una distanciada neutralidad aséptica que caracteriza al género en la corte de los Austrias mayores; la segunda es, a decir de los mismos estudiosos, la iniciada por El Greco, con sus galerías de retratos de prohombres toledanos, donde todo el énfasis pictórico se pone en la captación de la psique de los retratados por medio de la importancia dada a la luz y al color frente al dibujo. Es, por tanto, opinión muy extendida que El Greco legaría a Velázquez un patrón de retrato que el artista de Sevilla elevaría a sus más altas cotas.
No falta quien traza otras vinculaciones entre la pintura barroca y El Greco por medio de la Escuela Tenebrista, que, indudablemente, debe mucho a Caravaggio, pero cuyo primer representante en España fue Francisco Ribalta, vinculado a Pedro de Orrente, que perteneció al taller de El Greco, lo que conformaría un magma pictórico del que florecería el gran tenebrista español, José de Ribera como discípulo de Ribalta, lo cual situaría a El Greco como el artífice remoto del Tenebrismo español. Con estas asociaciones, más o menos sostenibles, llegamos al final de una centuria, el siglo XVII, que nos deja a las puertas de la Ilustración y del Neoclasicismo, tiempos sobre los que seguiremos espigando lo más sabroso que sobre El Greco se opine en ellos.
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