La memoria del fuego: «Aquí ya no hay nada; no hay ganado, no hay gente, solo hay llamas»
Varios afectados por los incendios de este verano relatan cómo el abandono del mundo rural está alimentando el fuego. Protestan por la burocratización del campo y la falta de atención en los pueblos que habitan
El pueblo de Orense que se dio por perdido y se calcinó: «No va a venir nadie»
Bruno Pardo Porto y Matías Nieto Koenig
Orense/ Zamora
El fuego deja cenizas a su paso y tierra negra y árboles que son esqueletos y troncos aún humeantes y un coro de voces que recuerdan algo así como el infierno. «El olor a humo, las cenizas lloviendo, el sol rojo, completamente rojo, y la ... luz amarilla: es algo que no voy a olvidar nunca». «Nunca, nunca, no voy a olvidar ese miedo mientras viva y me llame Dosinda». «He perdido la esperanza, la fe, el fuego se lo ha llevado». «Yo ya no quiero volver a un lugar, quiero volver a un tiempo: ya no tengo un dónde, tengo un cuándo». «Era una película de terror, de verdad». «Parecía que el aire tenía gas». «Era un infierno». Los rostros serios, tristes, ajados, cansados por dentro y por fuera. «¿Que si va a valer de algo? ¿Aprendimos algo de la dana, de la pandemia, del volcán? Aquí no cambia nada nunca».
A estas alturas del verano hay más de 400.000 hectáreas calcinadas en España, que hoy es un país un poco más vacío y más quemado. ¿Pero por dónde empezar?
Dosinda tiene 75 años y vive en La Caridad, un pueblo de Orense donde el fuego llegó hasta las casas y se llevó por delante a sus animales. «He visto muchos incendios, pero ninguno como este, ninguno tan cerca. Lo que pasa es que esto está muy abandonado y muy sucio. Llueve en invierno y nadie limpia el monte», lamenta, paseando entre escombros con la cabeza gacha, arrastrando recuerdos y penas. «Intentamos salvar a las ovejas, pero no podíamos ni abrir la puerta de lo que quemaba. Estaba con mi hijo… Se salvaron muy pocas, pero ahora no tienen qué comer. El pasto está quemado… Esto es una tragedia», repite, mientras enumera sus pérdidas: dos tractores, dos cerdos, el corral, el remolque. «La vida en el pueblo es muy bonita, pero… Pero es muy dura. Y ahora lo peor es el miedo, que no se me va del cuerpo».
Paco (58 años), otro vecino, mira la casa en ruinas que pertenece a su mujer. «Todo está quemado, derrumbado. Los cristales estallaron del calor… Aquí nos dejaron tirados. Aquí faltan medios, faltan muchos medios, no ves ni un pueblo limpio. Siento que estamos abandonados y que si al final no defiendes tú lo tuyo no tienes quién te lo defienda».
«Lo que hay que hacer es decirle a los de Madrid que aquí se vive muy bien. Allí solo tienen aire acondicionado»
Domingo
vecino de Montes de 67 años
A pocos kilómetros, en Montes, Domingo (67 años) pastorea a sus ovejas: son quince y las tiene como entretenimiento. «Es mejor esto que ir al bar, ¿no?», dice entre risas. «Aquí ya no hay nada, no hay cabezas de ganado, no hay gente, solo hay fuego. Aunque al menos ahora estos terrenos están quemados y no arderán por un tiempo... Antes todo esto [y abre los brazos] estaba trabajado. Pero ahora nada. Ahora ni siquiera mantienen las carreteras [en esta zona se quemaron hasta las medianas]. No te dejan cortar nada sin permiso, y los permisos… los permisos siempre son pegas, pegas, pegas. Es tan complicado que al final queda todo sin hacer -denuncia, con la radio [la Cope] sonando en su bolsa-. La verdad es que dan ganas de no respetar nada». Y luego sonríe, como aligerado por el aire, la conversación y la luz del atardecer: «Lo que hay que hacer es decirle a los de Madrid que aquí se vive muy bien. Allí solo tienen aire acondicionado».
Algo similar cuenta Mariano (94 años), que está en su finca de Pentes levantando una valla para que los corzos no se coman sus patatas: la vida se define en los problemas, también. «Como el fuego se llevó por delante la maleza de la finca de al lado, ahora tengo que protegerla, porque si no se lo llevan», explica. «Ahora seremos por aquí unos sesenta censados. Y cada año vamos a menos y el monte va a más». A su lado, su hijo Iván asiente: «Son las consecuencias de la falta de trabajo. Yo tuve que irme hace mucho».
Vuelta a casa tras el desalojo
El lamento recorre los pueblos como un rumor llevado por el viento que se posa con la gravedad de lo inevitable. En Murias (Zamora), Fidel (72 años) acaba de volver a casa tras cinco días desalojado por la amenaza del fuego: se fue con el humo, cuando cualquier catástrofe era posible y ha vuelto para descubrir que Murias se ha salvado por completo. «Ha sido un alivio, y nos han tratado muy bien donde estuvimos [Benavente], pero esto es una pena. Antes por aquí también estaba todo labrado, y hacía bonito: ojalá pudiéramos tener fotos de entonces. Se sembraban patatas, garbanzos, judías… Ahora ya no hay gente y no hay trabajo, pero es que… Ahora lo que está de moda es el mundillo de los papeles, de la informática, y nadie piensa en que también hay que trabajar en el comer. Que hay que cultivar legumbre, criar ganado, que hay que pescar».
Francisco de Prada (92 años), que vigila la puerta de su casa en Pedrazales desde su trono mientras espera la hora de comer, coincide en el diagnóstico: «Antes por aquí no dejaban de subir las vacas, la sierra era la alegría del pueblo. Ahora no sube ni una, y los incendios son peores, claro, porque hace más calor, mucho más, y los campos están salvajes. Faltan muchas cosas, pero yo no me quiero ir de mi pueblo». «Es que esto ahora no hay quien lo conozca», confirma Adolfo (84) desde Trefacio, no muy lejos de allí. «Antes cogías unas ramas de escoba y apagabas el fuego, porque estaba todo 'labrao' y había más gente. Pero ahora… Apaga tú esto, ¡ja! Y esto es lo que tenemos. La gente no deja de hablar de lo que ocurría hace diez, veinte, treinta años, pero ese mundo ya no existe. Hay que hablar de lo que tenemos ahora, hay que vivir con esto», asevera, con un 'carpe diem' castizo y fatalista.
—¿Y esto tiene futuro o estamos viendo el final del rural?
—¿Esto? ¿Esto que futuro va a tener?
—…
—No va a tener futuro ninguno. A nadie le importa. Y además, estas tierras no valen nada. No son rentables.
—¿Le da pena?
—Es el tiempo, la naturaleza, la vida [y hace otra pausa]. Vienen tus hijos diez o veinte días y después marchan y si te he visto no me acuerdo. Aquí nada, nada, nada.
En Vigo de Sanabria, que hasta este viernes era un pueblo desalojado y confinado para los que decidieron quedarse, Celso (57 años) posa frente a una pancarta de protesta por la decisión de Renfe de que el AVE ya no pare en Sanabria: «Si no para no pasa. Renfe entierra Sanabria», reza. Es un enfado que se repite en muchos municipios de la zona. Ha habido varias protestas convocadas por las asociaciones locales (una de ellas se llama Plataforma de Viajeros Jodidos Sanabria). Pero no es la única queja, claro. «La Administración ha entendido la naturaleza como algo que no hay que tocar. Y no puedes dejar que crezca todo, porque así hay más combustible. Ese es el problema: si sumas despoblación con el abandono lo que tienes es más combustible. Ya está. Y no olvidemos que gran parte de lo que se ha quemado es monte público», insiste Celso. Al rato lo sintetiza todo en una imagen: «Antes veías un jabalí y le ponías un cepo; ahora le haces una foto».
Hace días que en Sanabria no paran de escucharse los helicópteros y las avionetas que intentan frenar el fuego de la sierra. Irene Fernández (57 años), capataz de brigada, lleva casi tres décadas viendo desastres, pero nunca había vivido un verano como este. «Aquí en la zona tuvimos un gran incendio en 2005. Fue bastante virulento, pero no tanto como ahora. Ahora el fuego tiene comportamientos extraños, totalmente distintos. Además: en 2005 se quemaron 14.000 hectáreas; ahora estamos hablando de cerca de 25.000… Está siendo muy complicado por todo: la ola de calor, que no para, el viento, tantos incendios a la vez…»
—¿Qué lecciones deberíamos sacar del fuego?
—Tenemos que empezar a gestionar los incendios de otra manera. Habrá que estudiarlo y trabajar en invierno para que los incendios no crezcan tanto. Por otro lado, cada vez somos menos personal en el medio rural, cada vez se limpia mucho menos. Antes los montes estaban limpios porque el medio rural estaba con muchísima gente. Ahora no, claro.
—¿Cómo ha vivido ese éxodo del campo?
—Me da mucha pena. Mucha pena porque hemos dejado que al final el medio rural se vacíe. Y es el medio rural el que alimenta a toda España, porque al final de aquí salen todos los alimentos, todo lo que consumimos. Cada vez somos menos los que producimos, cada vez somos menos los que estamos. Yo llevo en Sanabria más de 40 años. Y esto estaba poblado, había muchísima gente. Se cultivaba, había ganadería, había de todo. Ahora se está extinguiendo. Y encima todo son problemas, todo es burocracia. Hay mucha gente que dice: no soy capaz de gestionar toda la burocracia que se me está exigiendo para poder seguir con mi negocio, con mi instalación o con lo que quiera montar. Eso frena a mucha gente que pueda instalarse aquí… Al final esto va a quedar desértico total.
De momento, los incendios no han llegado a los pueblos de Sanabria, aunque sí han afectado al parque natural. No han tenido la misma fortuna en Cubo de Benavente, donde se ha quemado el 60% de la zona forestal hasta convertir el paisaje en un escenario postapocalíptico. «Una cosa es contarlo y otra es verlo. Esto es terrible. Paseo por el campo y se me cae el alma a los pies», dice Juan José (71 años). «Aquí estamos muy abandonados. No nos dejan cortar un árbol sin permiso. Yo entiendo que hay que vigilar, pero esto no es normal ni funcional. Hablan mucho de la España Vaciada pero, nos están echando de los pueblos. Hay muchos pueblos sin servicios, muchos. Y las ayudas… ¿Qué ayudas? Aquí el año pasado la única ayuda fueron doscientos metros de asfalto. Ahora lo que tenían que hacer es dejarse de políticas y peleas y arrimar el hombro como una familia, que es lo que han hecho los jóvenes aquí», remata.
A los cinco minutos, varios vecinos de Cubo de Benavente se reunían frente a un árbol humeante que amenazaba con volver a arder.
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