Una historia de sevilla
Testaccio, la colina de Roma que se formó con las ánforas sevillanas
Cargadas con el aceite andaluz de la Bética, los recipientes se partían y almacenaban hasta formar la que se conoce como la colina de los 'tiestos'
Una historia de Sevilla
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Iniciar sesiónA Roma la llaman la ciudad de las siete colinas, pero junto a las clásicas del Palatino, el Aventino o el Capitolio, la ciudad eterna tiene, además de las siete «canónicas», algunas más: la Colina Vaticana -donde se ubica la Basílica de San ... Pedro-, el Gianicolo –sobre el Trastevere– o la más singular de todas, la del Testaccio, formada hace dos mil años con los «tiestos» (de ahí su nombre) de los millones de ánforas que, tras remontar el Tíber cargadas con el aceite andaluz de la Bética, se rompían al término de una larga navegación que comenzaba en el puerto de Hispalis y seguía el Mediterráneo hasta llegar a Roma. Esta es la historia del monte Testaccio, la colina de Roma que se formó en su mayor parte con las ánforas olearias hispalenses.
El aceite de la Baetica: el oro líquido del imperio
Que a los italianos les guste el aceite andaluz no es nada nuevo. Ya en tiempos del Imperio Romano, buena parte del aceite que se consumía en Roma procedía de la Bética, de esas mismas campiñas del Guadalquivir y del Genil donde hoy siguen cultivándose los olivos. Para los romanos, el aceite no era un capricho gastronómico, sino un producto imprescindible: servía para cocinar, para iluminar las casas y los templos, para los masajes de las termas, para ungir cuerpos y estatuas en los rituales religiosos e incluso para usos médicos e industriales. Sin aceite, la vida cotidiana de la capital del Imperio se quedaba literalmente a oscuras.
La provincia bética supo aprovechar muy pronto esa demanda. Entre época de Augusto y el Alto Imperio, el paisaje agrario de las campiñas de los conventos de Corduba, Astigi e Hispalis se fue especializando en el olivo hasta configurar una auténtica geografía del aceite: villae con almazaras, grandes dominios dedicados casi en exclusiva al cultivo, caminos que bajaban hacia el río y, junto a ellos, talleres cerámicos donde se fabricaban en serie las grandes ánforas olearias globulares (con forma de pelota) destinadas al transporte. El Guadalquivir actuaba como una cinta transportadora natural: recibía la producción de los valles interiores y afluentes como el Genil la conducía hacia el puerto de Hispalis de donde partían esos barcos cargados de ánforas olearias.
La importancia y el volumen de exportación de ese aceite bético no se mide solo en los textos antiguos, sino en una colina entera levantada en Roma con los restos de sus envases. En el monte Testaccio, el análisis de los «tiestos» muestra que alrededor de cuatro quintas partes (más del 80%) de millones de ánforas del Testaccio proceden de la Bética y, muy en particular, del valle del Guadalquivir. Cada una de esas ánforas podía cargar en torno a setenta litros de aceite; sumadas durante dos o tres siglos, los cálculos hablan de cientos de miles de toneladas desembarcadas a orillas del Tíber y de consumos anuales en torno a la veintena de kilos por persona. Roma, en buena medida, vivía y se iluminaba apoyada en el aceite que salía de los olivares andaluces. A partir de ahí, la política del abastecimiento —la annona— y la organización de ese tráfico convertirán a Hispalis en una pieza clave entre los campos de la Bética y la capital del imperio.
La annona: la red de seguridad alimentaria de Roma
En una ciudad como Roma, alimentar a cientos de miles de personas no podía dejarse al azar de los comerciantes privados. El poder imperial lo entendió muy pronto y articuló un sistema estatal para controlar el suministro de grano y aceite: la annona. Salvando las distancias, su lógica recuerda a la que, muchos siglos después, articularía la monarquía hispánica desde Sevilla con las flotas de Indias y los virreinatos americanos, garantizándose, a través de la Casa de la Contratación, el cobro del quinto real —la quinta parte— del oro y la plata americana. En ambos casos, una economía en buena medida privada, pero tutelada y centralizada por el Estado.
La annona funcionaba como una auténtica red de seguridad alimentaria para la capital del Imperio. El Estado no cultivaba los campos, pero sí intervenía en los puntos clave del circuito: fijaba volúmenes, garantizaba compras, organizaba transportes y se aseguraba de que una parte del trigo y del aceite de provincias como la Bética llegara regularmente a Roma. Que no faltaran pan ni aceite en la Urbs era una cuestión de estabilidad política.
Para ello se creó una administración específica —con el prefecto de la annona al frente—, se levantaron grandes horrea o almacenes públicos en Ostia y, desde época de Claudio y Trajano, sobre todo en Portus, el gran puerto imperial al norte de la desembocadura del Tíber, y se tejió una red densa de acuerdos con agentes privados. Desde esos puertos tirrénicos el aceite bético entraba en el sistema romano, remontaba el río hasta los almacenes del Emporium y, una vez vaciadas, las ánforas acababan amontonadas en la ladera del Testaccio. Propietarios, comerciantes y armadores se comprometían a transportar determinadas cantidades de aceite y grano a cambio de privilegios fiscales y jurídicos: quien «ayudaba a la annona de la Urbs» podía quedar exento de ciertas cargas, obtener protección especial en caso de naufragio o ganar peso en el entramado social del Imperio.
Desde las orillas del Betis, esa maquinaria se traducía en una presión constante sobre el aceite bético. Una parte de la producción seguía rutas más libres hacia otros mercados mediterráneos, pero otra quedaba, por así decirlo, «reservada» para Roma. Es el aceite que se contrata, se fiscaliza y se encamina hacia los puertos de Roma dentro del circuito annonario, el mismo que, con el tiempo, dejará su rastro en el relieve y las capas del monte Testaccio. El siguiente paso será ver cómo se organizaba físicamente ese viaje: desde los muelles del puerto de Hispalis y los antiguos atraques del paleocauce hasta las dársenas del Tirreno, siguiendo el calendario de la navegación mediterránea entre el mare clausum del otoño e invierno y el mare apertum de las buenas estaciones.
Las «flotas del aceite» que partían de los puertos de Hispalis
Antes de salir hacia Roma, el aceite de la Bética recorría primero el Guadalquivir. Mención especial requiere Écija, la antigua colonia Astigi, uno de los grandes centros oleícolas del valle del Genil: sus campiñas y villae con almazaras llenaban de ánforas los embarcaderos del río. Desde allí, y desde otras zonas productoras como las campiñas de Córdoba, el aceite bajaba en carros hasta puntos de carga fluvial en lugares que hoy reconocemos como Lora del Río, Alcolea del Río, Peñaflor o Cantillana. Una red de barqueros y pequeñas embarcaciones de poco calado seguía el curso del Genil, del Guadalquivir y de afluentes como el Corbones, concentrando las remesas en el puerto de Hispalis.
Allí, en el paleocauce que se internaba por lo que hoy son Sierpes, Tetuán o la Avenida, debieron abrirse atraques y almacenes donde se concentraba el aceite antes de partir. Durante los meses del mare apertum, cuando el Mediterráneo se consideraba navegable, se organizaban auténticas «flotas del aceite»: convoyes de barcos que descendían el Guadalquivir, salían al Atlántico, doblaban el Estrecho y, por cabotaje, costeaban hasta el Mediterráneo con destino a Ostia y a los puertos imperiales. En el mare clausum del invierno, en cambio, el tráfico se reducía y el puerto se replegaba a tareas de mantenimiento y almacenamiento.
La comparación con las flotas de Indias del siglo XVI resulta inevitable: también desde Sevilla, siglos después, saldrían, en fechas cuidadas, la Flota de Indias. Solo que aquí los galeones se llamaban naves mercantes, la mercancía principal era solo de ida y los cofres de plata eran ánforas de barro, cargadas con el aceite que acabaría levantando, tiesto a tiesto, el monte Testaccio.
El Testaccio: el monte de los «tiestos» de Roma
Cuando esos barcos llegaban por fin a las costas italianas, el viaje del aceite no terminaba en la bocana de Ostia. Allí se descargaba una parte y otra continuaba en naves más pequeñas que remontaban el Tíber hasta el gran puerto fluvial de Roma, el Emporium, a los pies del Aventino. A su alrededor se alineaban los horrea, los enormes almacenes donde se guardaban los cereales y las tinajas de aceite destinadas a la annona. Muy cerca, al sur del Aventino, comenzó a crecer el Testaccio, el vertedero de las ánforas.
En los muelles del Tíber, las ánforas béticas se descargaban una a una y se trasladaban a los almacenes. Allí el aceite se trasvasaba a grandes recipientes fijos —los dolia— o a envases más manejables para su reparto. La ánfora, en cambio, quedaba prácticamente condenada. El barro poroso se impregnaba de aceite y la hacía poco útil para contener agua o vino; transportarla de nuevo, vacía, hasta el punto de origen tampoco tenía sentido económico. Era más barato fabricar ánforas nuevas en los alfares de la Bética que devolver las viejas a sus lugares de partida. La solución fue dedicar un espacio específico al vertido de esos recipientes usados.
El monte Testaccio no es, por tanto, un basurero caótico, sino un vertedero absolutamente controlado. Las ánforas se rompían adrede y los fragmentos se disponían en capas siguiendo un cierto orden, dejando pasillos para el tránsito de los operarios y vertiendo cal de cuando en cuando para neutralizar los olores. Con los años y las décadas, aquella acumulación sistemática fue tomando la forma de una colina con terrazas, taludes y sendas, cuyos perfiles aún se adivinan hoy pese a las construcciones modernas.
Las cifras dan la medida del fenómeno. Se calcula que en el Testaccio se encuentran apiladas entre 20 y 50 millones de ánforas, en una proporción abrumadora de recipientes béticos del tipo Dressel 20. El resultado es un relieve artificial (antrópico) de varias decenas de metros de altura levantado casi solo con barro andaluz. Para el arqueólogo, esa montaña de «tiestos» funciona como un libro de cuentas fosilizado: cada estrato conserva los restos de una fase del comercio del aceite, con sus ritmos, sus cambios y sus crisis.
Pero el Testaccio también es una prueba indeleble del ingente volumen comercial de aceite de la Bética que tuvo el puerto de Hispalis con la metrópoli, hasta el punto de dejar una huella en el propio paisaje la ciudad de Roma, creando una colina más en la ciudad de las siete colinas.
Y es en Sevilla, junto al paleocauce -donde debió estar el epicentro de los puertos comerciales de Hispalis- donde aún se conservan también las curiosísimas huellas de aquellos funcionarios que se dedicaban a la exportación de aceite de oliva desde Sevilla hasta Roma.
Exactamente a los pies mismos de la Giralda.
Pero esa es otra historia que contaremos más adelante.
* Con la colaboración de la Consejería de Turismo y Andalucía Exterior de la Junta de Andalucía, cofinanciado con Fondos Feder
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