Reloj de arena

Manuel Lucas Adame: ¿Tú eres artista?

Este sevillano tiene una habilidad especial para lo que proclamó Casanova: «Mi ocupación principal fue cultivar siempre el goce de los sentidos»

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Manuel Lucas Adame ABC

Debió tener una carrocería bonita, con los pelos sin gobierno, con la guitarra en sus manos, con el fuego en los ojos que derretía a las guiris de su época, aquellos sesenta de más espinacas que jamón y más apreturas que aperturas. Los sueños, casi ... todos, solían ser transfronterizos. En su casa de San Bartolomé lo querían ver hecho un hombre de bien. Le ganaron una beca. Pero el niño no acabó el bachiller y la madre le advertía, desde ese temor atávico que inspira un hijo en otra onda, que tocar la guitarra era de golfos. Y Manolo estaba engolfado con la guitarra. Tanto que la madre de Mario Maya le preguntó un día, sin conocerlo: ¿tú eres artista? Y en Casa Román, Ansonini el del Puerto, que llegó a bailar en los EE.UU., también le salió con lo mismo. Ya digo, tenía talla y pinta de artista. Con aquella guitarra que hacía sonar bajito y con educación en la plaza de Doña Elvira, junto con otros amigos, para ponerle a la noche estrellada del barrio una falseta por rumbas, dejando en el babero de las guiris asombrado por tanto exotismo, la magia que Isak Dinesen descubría escuchando cantar a los masais de su cafetal en África. Lucas es septuagenario. Pero por entonces no llegaría a la veintena. Con esa edad tenía el derecho de comerse el mundo. Porque además de tocar la guitarra, la pared de la cocina de su madre era un mural de héroes de comic de la época, que Lucas pintaba para dejar claro que lo que iba a hacer en su vida lo haría con sus manos.

Julio Matito, el ideólogo de Smash, lo escuchó tocar y lo invitó a que se fuera a Madrid para que Gonzalo García Pelayo le grabara un disco. La Costa Brava en verano le dejaba su dinerito tocando en las tabernas las bulerías al uso. Y en Sevilla un francés lo contrató como negro para que le pasara información sobre barcos hundidos referenciados en los documentos del Archivo de Indias. La vida lo quería y las chicas también. Lucas ya daba muestras de una habilidad especial para hacer cierto aquello que dijo Giacomo Casanova: «Mi ocupación principal fue cultivar siempre el goce de los sentidos; nunca tuve otra más importante». Una novia americana se lo llevó a Nueva York a principios de los ochenta. Una gran chica: Marcia Overton, alumna de Morales Padrón y, probablemente, ayuda inestimable en las labores de búsqueda de los documentos de naufragios que el francés le requirió. En la capital del imperio llegó con la frase de Casanova en la frente, dispuesto a disfrutar de los sentidos, en una ciudad con museos, salas de conciertos y tabernas españolas donde ganarse la vida y seguir su rumbo hacia lo desconocido. Tocó aires de Cádiz en el Chateau Madrid y en el Tío Pepe. Y conoció a Paco de Lucia, a Agujetas, al Dieguito… Pero gastaba más de lo que recaudaba. Un día vio un anuncio en el New York Times donde se solicitaban escribidores para la revista de ámbito latino 'Nuevos Horizontes'. Lucas consiguió el trabajo como narrador de cuentos infantiles y poesías. Y cuando se le acabó la cuerda miró hacia el sur y descubrió esa ciudad enigmática, mestiza, sincrética, madre del blues y del jazz, enloquecida y misteriosa, a orillas del Misisipi: Nueva Orleans. Allí se topó con el pintor Ken Kilpatrick, conocido retratista de origen irlandés, del que toma clases y sigue sacándole a sus manos el talento natural que llevaba desde que le pintaba a su madre las paredes de la cocina de la casa de San Bartolomé. Es una pena que el tiempo le haya puesto neblina a la memoria de aquellos años en Nueva Orleans. Porque Lucas debió vivir historias memorables en el Mardi Gras y aventuras irreproducibles en aquellas tabernas donde el jazz volaba tan alto como el humo. Un día, a principios de los ochenta, decidió cruzar el Misisipi y se vino para una España que en diez años había cambiado lo suyo y no la conocía ni la madre que la parió…

Rostros populares

Por las fachadas del barrio de Santa Cruz empezaron a aparecer rostros de los personajes más populares del barrio: el del Francés, la Vikinga, Juanito el soñador, La Lola, El Barbas, El Alemán. Y sus manos no dejaban de pintar bonitas estampas de la Sevilla histórica para los guiris. A mil pesetas el cartón. Con lo que Lucas se las ingeniaba perfectamente para seguir viviendo de sus habilidosas manos. Un día decidió abrir una tabernita con muchísimo sabor en la calle Doncellas, donde Moncho Borrajo se lo pasaba de escándalo, John Fulton aparecía con sus historias impregnadas de sangre y arena, la Fernanda y la Bernarda se echaban sus cantecitos, Ortiz Nuevo ambientaba su poesía y Ricardo Pachón seguía convencido de que 'La leyenda del tiempo' que interpretó Camarón suponía un antes y un después en la historia del flamenco. Una bodeguita donde, probablemente, fuera el único sitio donde Pepe Pineda, uno de los personajes más dorados de la picaresca sevillana del pasado siglo, no dejó jamás una roncha, como si al mosquito le hubieran amputado la trompa. Ese récord no lo pueden exhibir muchos locales de Sevilla, donde Pineda, con su estoque de plata, dejó generosas lápidas con los nombres de su habilidad para los 'simpa'. Lucas siguió tocando la guitarra y tomando clases de dibujo, esta vez en la calle Antonia Díaz, donde el estudio de José Luís Pajuelo. Su facilidad para el retrato, siguiendo los consejos que Ken Kilpatrick le dio en Nueva Orleans, «olvídate el contorno y céntrate en el alma», le abrieron las puertas de galerías locales y nacionales, donde expone desde 1998, para demostrarle al mundo que es todo un artista, como intuyó la madree de Mario Maya. Pero sobre todo para no quitarle la razón a Casanova cuando dijo que su principal ocupación fue el goce de los sentidos…

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