Adiós a Claudia Cardinale, musa del cine latino e icono de la belleza italiana
La actriz, de 87 años, falleció en Nemours (Francia) tras ser un referente para Fellini y Visconti
Muere la actriz Claudia Cardinale, musa del cine italiano, a los 87 años
La muerte de Claudia Cardinale, actriz y emblema de italianidad y libertad, sacude a la cultura italiana
La estrella de cine Claudia Cardinale falleció a los 87 años en la región parisina
Esbelta, pero no excesivamente. A los cuatro años llevaba poco pelo y un ricito con una cinta. A los seis, llevaba una trenza en torno a la cabeza con dos flecos a ambos lados de la frente. Luego se hizo el moño o chignon. A ... los trece años llevaba cola de caballo. A los quince los llevaba como Brigitte Bardot. De niña, las orejas le producían un complejo de inferioridad. Cuando trabajó en la película Rufufú (1958), Mario Monicelli se las pegó, pero después ya no tuvo ningún complejo. Cuando se animaba, hablaba o discutía, a Claudia Cardinale solían ponérsele rojas. Tenía los ojos de un marrón muy oscuro, pero muy brillantes, muy luminosos. La nariz era recta, ligeramente respingona, un poco ancha hacia la mitad, de alas muy estrechas. Se le ponían dos hoyuelos en las mejillas cuando reía; el labio se le volvía hacia arriba hasta casi tocar la punta de la nariz. Tenía un cuello largo y siempre lo llevaba erguido, en un gesto un poco soberbio, desdeñoso. El color de su piel era moreno, como si siempre estuviera bronceada por el sol. Nunca sabía dónde poner las manos y tenía el tic de llevarse una a la cara para ocultar la boca. Pensaba que andaba un poco como una maniquí, sin mover las caderas, sin contonearse, muy derecha y firme. Un poco rústica y un poco campestre, la Cardinale poseía una boca que se imaginaba en el acto de morder una fruta.
Nunca supo si era verdaderamente bella. Creía que era rara porque decía tener la cabeza de una jovencita, la de una persona que no había pasado de los quince años; y el cuerpo, el de una mujer formada que tuviese veinte años o algunos más. Su cabeza expresaba timidez, ingenuidad, inseguridad, inmadurez, travesura, retraimiento, inexperiencia; y el cuerpo, serenidad, tranquilidad, madurez, rotundidad, sensualidad y un anhelo de vida sencilla. Tuvo un sueño varias veces consistente en que se caía desde una ventana y tenía la sensación de caer a un vacío absoluto, de reducirse a pedazos al caer contra la arena. Y sabía que los espectadores la veían como una figura enorme, imponente, altísima, majestuosa, monumental y le gustaba mucho que la viesen así, precisamente como no era en la vida real. No le disgustaba su cuerpo, pero tampoco lo adoraba. Claudia no era narcisista.
Algunos sí la adoramos por sus actuaciones asombrosas en Rocco y sus hermanos de Visconti, como la esposa del hermano mayor; en El gatopardo, en el papel de la novia de Alain Delon, y en 8½ de Fellini, convertida en Claudia, la musa sexy e imaginaria. La parte del cuerpo que prefería eran sus brazos, porque según ella expresaban muy bien lo que era y lo que sentía: si hablaba y no movía los brazos, le parecía que no lo había dicho todo. Se abrazaba a sí misma en torno al pecho en un sentido de clausura, de defensa, de hermetismo, en un gesto instintivo. ¿Cómo era la Cardinale de 1963 al despertarse, con tan solo veinticinco años? Una vez despierta, permanecía en un estado de soñolencia durante media hora, revolviéndose en la cama, acariciando pensamientos agradables, con los ojos cerrados y a oscuras. Pasada esa media hora de torpor, llamaba a toda su familia, gritando «¡Papá, mamá!» y luego los nombres de sus hermanos y hermanas como en un ritual: ellos venían todos y se sentaban en la cama en torno a Claudia. Y hasta que le traían el desayuno, se quedaba acurrucada bajo las ropas de la cama; y, si no trabajaba, podía quedarse en la cama hasta las diez.
Claude Joséphine Rose Cardinale nació en Túnez, de padres de ascendencia siciliana. Sus lenguas maternas eran el francés, el árabe tunecino y el siciliano. Una organización cinematográfica italiana en Túnez organizó un concurso a la búsqueda de la joven más guapa y el premio fue un viaje a Venecia durante el Festival de Cine, donde la descubrieron los productores cinematográficos italianos, quienes la invitaron a asistir al Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Después, abandonó el curso a los tres meses y se convirtió en portada de una revista muy conocida. De regreso a Túnez, el productor de Vides, Franco Cristaldi, le ofreció un contrato exclusivo de siete años y se casó con ella, como no podía ser de otra forma, de 1966 a 1975.
Protagonizó junto a Jean Paul Belmondo la memorable Cartouche (1963) de Philippe de Broca y el New York Times dijo de ella que tenía «una sonrisa rápida y radiante, una voz agradablemente ronca y un gran sentido del humor», vis cómica que saltó a la gran pantalla con La Pantera Rosa, en la que interpretó a la princesa Dahla. También montó a caballo en Los Profesionales (1966) de Richard Brooks, y dejó al respetable con la boca abierta en Hasta que llegó su hora (1968) en el rol asombroso de aquella ex prostituta casada y viuda a renglón seguido después de un viaje desde Nueva Orleans. Ganó un Oso de Oro honorífico en el Festival de Cine de Berlín de 2002, un León de Oro a toda su carrera en el Festival de Cine de Venecia de 1993 y un David honorífico en los Premios David di Donatello de Italia en 1997, que sumó al David especial en 1961 por ese milagro titulado La chica con la maleta de Valerio Zurlini y los premios David a la mejor actriz por El día de la lechuza (1968) de Damiano Damiani y Bello, honesto, emigrado a Australia quiere casarse con chica intocada (1971) de Luigi Zampa. Fue la italiana de los sueños de generaciones que acudían al cine durante décadas a ver sus películas, una película «de Cardinale», aquella mujer esencial e infantil a la vez, tan fuerte, abierta, irresistible, adolescente, en la que la vida siempre parecía estallar.