Taylor, antes de ser «Liz»

ANTONIO WEINRICHTER

Elizabeth Taylor pudo presumir de ser la última de las estrellas del Hollywood de los años dorados. Cuando otras de su generación ya no podían permitírselo, cobró un sueldo millonario por «Cleopatra» y casi arrastró al estudio a la ruina. Lo curioso es que estatus ... estelar nunca se cimentó en películas terriblemente comerciales, e hizo muchas que fueron todo menos taquilleras.

Pero antes de convertirse en una personalidad de cuyas parejas fuera de campo, en la vida real, se hablaba más que de su trabajo, la Taylor fue una niña prodigio (hizo para la Metro películas con el perro Lassie y con el caballo «National Velvet», fue la más presumida de las Mujercitas y la hija de Spencer Tracy en la saga de «El padre de la novia»). Y tuvo un intrigante pasaje a la edad adulta a partir de «Un lugar en el sol», en donde capitalizaba su imagen de niña bien.

Su realizador, George Stevens, la dirigió también en dos películas que marcan las sucesivas etapas de su imagen sexual: la guapa esposa de «Gigante» y la corista de «El único juego en la ciudad», en donde aparecía prematuramente envejecida, a los 37 años, para dar el tipo.

Antes había cimentado su imagen haciendo el papel en el que sus fans (también los femeninos) preferían verla, de mujer hipersexuada y por tanto frustrada, en «La gata sobre el tejado de zinc» (eso era una combinación y no la de la bonoloto), «De repente el último verano», «La mujer indomable», «Una mujer marcada»… Y supo desmitificar ese arquetipo con su oscarizada arpía de «¿Quién teme a Virginia Wolf?», en un papel inspirado en el de la temperamental cineasta experimental y estrella ocasional de Warhol, Nina Menkes.

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