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ABC Cultural

Crítica de Alcarrás: Cómo mantener la sensibilidad alta y la presión baja

Un argumento actual tratado desde su interior con la sencillez y sensibilidad propia de la directora, Carla Simón

Las jóvenes protagonistas de 'Alcarrás'
Oti Rodríguez Marchante

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Carla Simón es la directora de la sencillez, la sensibilidad y la emoción , y hasta ahora ha extraído todo eso de la mina de sí misma y con gran intuición de la mirada de su cámara. En su primera película, ‘Verano 1993’, era tan observadora y minuciosa como en ésta y recorría los sentimientos y confusiones de una niña (ella misma) despojada por la tragedia, y aquí, en ‘Alcarràs’, se instala en un ambiente rural , una explotación agrícola, las penas y alegrías de una familia y un mundo en peligro de extinción: se van del paisaje los frutales y llegan los paneles solares; se va la juventud y llegan las decepciones .

En fin, un argumento actual tratado desde su interior con la sencillez y sensibilidad propia de la directora, la cual, para convocar ese estado de ánimo tan apegado a la emoción, recurre de nuevo a ese frescor frondoso de la infancia : es lo más nutritivo de lo que nos cuenta en ‘Alcarràs’, los niños de esa familia, sus juegos, su vida al margen de esos problemas de tierras, de generaciones, de recolecciones y de convivencia adulta, y tanta alegría les procura la lluvia como el sol y un mordisco a un melocotón como la amenaza del paisaje de paneles… Todo lo relacionado con el mundo de la infancia, incluidos los desajustes preadolescentes de una de las hijas o la presencia crepuscular y sin rencores adultos del abuelo, tienen ese tratamiento de cámara (de mirada) lleno de delicadeza, aire bucólico y aliento poético que ayudan al espectador a no irse de una historia en la que lo adulto, lo social, lo conflictivo tiene mucho más interés para quien lo filma que para quien lo ve.

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No es una película larga, apenas dos horas, pero sí una que transcurre con excesivo sosiego , lo cual le beneficia a esas cualidades de observación de Carla Simón, que rasca donde no hay (correrías, travesuras infantiles, la luz de la campiña…), y en cambio le perjudica a la tensión de los conflictos, probablemente tratados con mucho realismo, o verismo, pero sin apenas esa presión que remueve butacas en un cine. Conflictos como las razonables quejas de los agricultores, o las divergencias familiares, o el choque generacional, o la tozudez sobre la línea tangible del guion (la familia que va a perder la explotación de los melocotoneros), no consigue varear con algo glorioso, memorable, las expectativas de un público que quiera algo más que sencillez y delicadeza.

Es una buena película que comparte, en cierto modo, el dulzor y la aspereza del fruto protagonista, y a la que su gran premio en el pasado Festival de Berlín y las excelentes críticas que de allí llegaron, la han situado en un lugar muy comprometido para su encuentro con el público, pues, además de mucho material sensible y de muy buen gusto en su captación, adolece del nervio, de la caída en tromba y del efecto febril y excitante que unen el cable eléctrico a ambos lados de la pantalla. Podría decirse que se ve, incluso que se siente, pero no se padece.

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