Cardo máximo
Bodrios
Lo que nos deja esta ola de urbanismo mercantilista es que ni siquiera se procura una justificación estética
Muchas veces, divagando por el Centro sin rumbo fijo, me asalta una idea recurrente que nunca me he atrevido a poner en marcha: un concurso de bodrios arquitectónicos en la parte más monumental de la ciudad que la especulación desventró en la década de los ... 70 con aquel malhadado Prica del que ya nadie se acuerda. El catálogo resultante sería muy completo: hay fachadas de ladrillos oscuros y ventanas ridículas pero también pastiches de paredes encaladas y moldurones color albero con la impostura de quien se disfraza, terrazas como de apartamento playero a las que ni siquiera les faltan los bikinis puestos a secar en la barandilla y balcones estrechos en los que no cabe ni una maceta. ¿No es acaso la desaparición de las flores urbanas que coloreaban las calles la nota definitoria de nuestro estilo de vida descarnado, frío, acomodado, aburrido, individualista, pragmático sobre todo?
Pero como todo lo que puede ir a peor, acaba sucediendo, el proceso imparable se ha desplazado a zonas que se habían librado de esa plaga. Muy concretamente, la Palmera, sometida a unas tensiones especulativas para sustituir su condición de gran paseo arbolado sobre la que sólo caben dos explicaciones a cual más descorazonadora: o bien el Ayuntamiento era ajeno a la reconversión edificatoria que se avecinaba cuando autorizó multiplicar los aprovechamientos para determinados usos dotacionales privados con lo que se abona la tesis de que el cielo está empedrado de buenas intenciones; o bien propició a sabiendas estas recalificaciones de hecho para beneficio inmediato de promotores inmobiliarios sin escrúpulos arquitectónicos. No sé cuál de las dos opciones produce más pavor.
Porque los bodrios bajo la etiqueta de residencia universitaria -no sólo en la Palmera, también en Heliópolis, Ramón Carande o la Huerta de la Salud con edificios fuera de escala sin ningún valor en sí- ni siquiera buscan la coartada de la excelencia arquitectónica. Cuando se llamó a Stirling, a Zaha Hadid o a Bofill (por hablar de arquitectos que pasaron a mejor vida después de que lo hubieran hecho sus proyectos para Nervión, el Prado o el Patrocinio), se buscaba descaradamente ocultar las vergüenzas del interés privado bajo la estela de un autor de relumbrón.
Lo que nos deja esta ola mercantilista de bodrios es que ni siquiera se procura una justificación estética que haga más llevadera la extracción de plusvalías. Nada. Puros mamotretos infumables al máximo de aprovechamiento. Las autoridades tienen su culpa, claro está, pero no me negarán que esos promotores sin nombre propio, que viven lejos de Sevilla, no muestran el mínimo aprecio por la ciudad que construyen. Esa ciudad inevitable y desagradable que están levantando contra nuestros intereses.
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