Pásalo
Gracias, Nano
Serrat siempre me pareció la mezcla genial de una guitarra de venta y un poeta francés
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Iniciar sesiónÉl, que nos descubrió el Mediterráneo, donde juega su primer amor escondido entre las cañas, ha dicho que el año que viene echa las persianas, abandona los escenarios y, si eso, escribirá en su casa, donde no hay ya niños que joden jugando con la ... pelota. Él que le cantó a Penélope, aquella chica engañada con su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón, nos ayudó a conocer los amores sin tabúes, reconociendo que la mujer que más quiere no necesita bañarse cada noche en agua bendita. El Nano, el chico de la ladera de Montjuic, donde quizás conoció a Manuel, aquel desheredado que vivía en una casa de barro y cañas, sigue prefiriendo a los sioux que al séptimo de caballería, defendiendo su sagrado principio de que cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiere. El Nano ha subido y ha bajado todas las escaleras de la poesía y de la canción. Nos invitó a la noche de San Juan de su barrio, cantándonos aquello de vamos subiendo la cuesta, que arriba mi calle se vistió de fiesta. Y nos recordó que de vez en cuando la vida te invita a café y está tan bonita que da gusto verla. Yo me embriagué gracias al alcohol de sus canciones con el sudor caliente y perfumadamente parisino de una chica que, en pleno verano, en una noche de arena y estrellas, se empeñó en que aquello fuera un gran día, donde todo estaba por descubrir…
Al Nano lo traté gracias a Quintero, a Don Jesús Quintero, que ahora es un ectoplasma en algún rincón entre San Juan del Puerto y el Portil, bañando quizás sus días de azul a pie de un Atlántico de olvido. Lo entrevistó frente a su micrófono dorado. Serrat siempre me pareció la mezcla genial de un gitano y un parisién, de una guitarra de venta y un poeta francés. Nunca olvidaré dos frases que dejó caer en la mesa de entrevistas del Loco como propinas de su talento: «Yo haría campaña para que la gente utilice mejor su tiempo, porque es escaso». Y la otra respiraba una infancia de escasez y necesidad, recordando cómo su hermano ataba una maleta de cartón y marchaba hacia el norte, hacia Europa. El Nano nos confesó que sus hijos le dirían a los nietos que el abuelo fue un hombre que nos hacía apagar las luces cuando no estábamos en la habitación. Y eso que, por entonces, Endesa aún no se había convertido en la silla eléctrica de los españoles…
Gracias a él descubrimos a Hernández y a Machado. Con el poeta de Orihuela aprendimos, en aquellos años engañados de inocencia y virginidad política que, por la libertad, sangro, lucho y pervivo. Y con el sevillano enamorado de Soria, accedimos a la aristocracia canosa y lacia de la barba de aquel Don Guido, diestro en manejar el caballo y un maestro en refrescar manzanilla. Mirando hacia atrás vemos al caminante entender que son sus huellas el camino y nada más. Y que El Nano jamás persiguió la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres su canción. Pero eso lo hizo fatal. Porque son muchas, muchísimas, las que forman parte de la memoria sentimental de tres generaciones de españoles que con él descubrieron el Mediterráneo, ese himno que va de Algeciras a Estambul…
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