Paso a nivel / De Kiev a Moscú
La caída del Imperio
El expreso nocturno entre las dos capitales era un espejo de la crisis de la sociedad soviética en 1990
De Bilbao a Ferrol: Ulises en el Cantábrico
La vida en tren
Viajeros con su equipaje en la estación de tren de Kiev
El tren salía a las siete de la tarde de la estación central de Kiev y llegaba a las ocho de la mañana a la estación de Kiev en Moscú. Eran 13 horas para recorrer los 800 kilómetros que separan las dos ciudades. Corrían ... los primeros días de agosto de 1990 cuando mi mujer y yo nos subimos al expreso nocturno que nos iba a llevar a la capital de la Unión Soviética. El billete era para un compartimento de cuatro literas. Lo compartíamos con un matrimonio catalán.
Viajar en ferrocarril es almacenar imágenes que se quedan grabadas como postales. De aquel trayecto, recuerdo estar absorto frente a la ventanilla, contemplando la interminable y vasta llanura ucraniana. La noche fue muy corta. Dormí mal y poco. Creo que el expreso se detuvo en Briansk, una ciudad grande con muchos andenes en la estación y desangeladas naves industriales.
En aquel verano Gorbachov intentaba sacar adelante sus reformas con la oposición de un importante núcleo de dirigentes comunistas que torpedeaba sus iniciativas. La primera impresión de lo que sucedía en la Unión Soviética la tuvimos al aterrizar en el aeropuerto de Kiev. Los equipajes los transportaban unos mozos en carretillas, todo se hacía de manera lenta y manual y la sala donde desembarcamos era triste y deprimente.
Permanecimos tres días en Kiev, donde vimos a un grupo de nacionalistas ucranianos con banderas. Nada más llegar, paseamos por la avenida de Jreschatyk, donde entramos en unos grandes almacenes con las estanterías vacías. En las jornadas siguientes, visitamos la catedral, algunos monasterios medievales y el imponente monumento a la victoria que se alza sobre el río Dniéper.
La estación central de Kiev, un edificio funcional con una estética estalinista, era un micromundo que desmontaba el tópico del progreso socialista y el avance tecnológico de la antigua URSS.
Campesinas cubiertas con pañuelos, viajeros con cestas de comida, vendedores ambulantes y mendigos que buscaban fortuna pululaban por la gran nave central, iluminada por cristaleras, de la estación remodelada en 1932.
Los vagones estaban bien conservados y eran confortables. Había un funcionario en un compartimento que recogía los billetes y los pasaportes y repartía tazas de té. Pero el viaje nos reservaba una sorpresa: el olor insoportable del tren. Las dos mujeres de mi compartimento se pusieron un pañuelo en el rostro y se cubrieron de colonia para evitar el hedor. Entrar en el baño era afrontar una dura prueba de la que prefiero no dar detalles.
Éramos los únicos extranjeros que viajábamos en aquel vagón, repleto de ucranianos que iban a Moscú para ver a sus familiares. Todos sacaban sus tarteras y cenaban indiferentes al paisaje. Nos saludaban y nos invitaban a compartir su comida. Había una pareja de viejos que llevaban una gallina en una jaula de madera. Un militar con una gorra de plato y varias medallas los miraba con desprecio. Y también hablamos en un inglés macarrónico con algunos estudiantes y obreros que volvían de sus lugares natales. Los viajeros se cruzaban en el pasillo sin mirarse ni detenerse. Nadie miraba por las ventanas.
El tren llegó a la estación de Kiev en Moscú a la hora prevista. Me sorprendió la agitación y la multitud en movimiento, que entraba y salía de un edificio neoclásico con grandes columnas y una torre con un reloj. Había algunos murales que recordaban la batalla de Borodino, una gesta frente a Napoleón que contrastaba con la crisis económica y social que llevaría, un año después, al golpe contra Gorbachov y la disolución de la Unión Soviética. Al llegar a Moscú, nos enteramos de que Sadam Husein había invadido Kuwait.