pincho de tortilla y caña
Oración al dios de la lluvia
Tras la dana, lo lógico habría sido que hubiéramos aprendido la lección
La batalla final
Cerca del mar
Viene bien que el cielo se encapote y que el viento agite las copas de los árboles cuando uno se dispone a volver a la rutina invernal. Así cuesta menos despedirse del paraíso. Hace diez días andaba yo en ese trance cuando me topé con ... un tipo que divisaba el horizonte con profunda tristeza. Su recuerdo me ha venido a la memoria al ver los pronósticos que ha facilitado la Aemet para las próximas horas. Me acerqué a él para expresarle toda la comprensión que me inspiraba su porte, pero enseguida me sacó de mi error: no estaba cabizbajo por tener que despedirse de esas vistas que contemplaba con delectación —de hecho, él era indígena, me explicó, y tiene la suerte de vivir allí todo el año—, sino por los síntomas preocupantes que divisaba en el paisaje atmosférico.
«Soy climatólogo –me dijo– y mucho me temo que en poco tiempo nos va a venir otro desastre como el de octubre del año pasado». No pronunció la palabra dana, gracias a Dios, pero estaba claro que se refería a las lluvias torrenciales. Me fijé en la expresión de su cara cuando verbalizaba el pronóstico y debo decir que me recordó a la de los exploradores indios que he visto en tantas películas del Oeste. Tuve la certeza absoluta de que el hombre sabía de lo que hablaba. «El calor de este verano y la temperatura del agua pasarán factura», dictaminó con una rotundidad tan lapidaria que a mí me sonó a sentencia inapelable.
Quise transmitirle un poco de esperanza y me atreví a decirle que, después de la tragedia del último 29 de octubre, lo lógico es que hubiéramos aprendido la lección y que, si algo parecido volvía a pasar, ya no nos pillaría de comilona pantagruélica en El Ventorro.
Me miró de arriba abajo con cierto desdén. Luego me explicó que no hemos aprendido nada de lo fundamental: ni hemos mejorado las infraestructuras hídricas ni hemos habilitado un servicio de alerta eficaz. Balbucí, haciéndome eco de lo que había leído en la prensa, que el Gobierno sostiene lo contrario. Volvió a torcer el gesto. «En la cuenca del Ebro tienen un sistema de alerta que sirve para salvar vidas. Avisa con cinco días de antelación, avisa a los ciudadanos y permite desembalsar el agua de las zonas más peligrosas», me informó. «¿Y aquí no?», le pregunté. La respuesta fue devastadora: «Aquí la Confederación Hidrográfica del Júcar tiene uno que no sirve absolutamente para nada».
Me he tomado la molestia de comprobar si su información era correcta. No me atrevería a contarlo en esta columna sin la debida contrastación. Llamé a varios expertos y todos ratificaron su historia. Por eso, desde que el lunes se decretó la alerta naranja en el sur de Tarragona, imploro al dios de la lluvia que sea clemente con nosotros. De lo contrario, pincho de tortilla y caña a que los inútiles de la Confederación del Júcar, incomprensiblemente protegidos por una investigación judicial que huele a chamusquina, la vuelven a liar.
Y, mientras tanto, todo lo que cabe esperar de este Gobierno es que toque el violón desde una piragua.