la barbitúrica de la semana

Maneras de pensar un intelectual

Han sido sentenciados a la desaparición desde hace dos siglos, pero ahí continúan. ¿Por qué?

En una entrevista de febrero de 1931, Azorín fue preguntado sobre si los intelectuales debían participar en política. «Desde luego», respondió. «Son momentos en los que, aunque no se quiera, es imposible permanecer indiferentes ante la cosa pública. Los que tienen más cultivada la inteligencia ... deben tener mayor responsabilidad». La frase aparece recogida por el escritor David Jiménez Torres en 'La palabra ambigua' (Taurus), un libro que recorre la forma en la que han sido percibidos los intelectuales en España desde 1889 hasta 2019.

Envuelta en una nube de confusión sobre qué se considera un intelectual y qué se espera de él, esta figura atraviesa la historia como una criatura sojuzgada, presa de sospechas, dudas y reproches que no prescriben. Miguel de Unamuno, por ejemplo, hablaba despectivamente de los intelectuales con cierta frecuencia, sobre todo cuando se lamentaba que la oposición inicial a la dictadura hubiese sido tan minoritaria. En 'Cómo se hace una novela' (1927) tildó a la intelectualidad española de «castrada». No será la primera ni la última vez.

La veta anti intelectual que señala Jiménez Torres es recurrente. En 1924, el líder republicano Nicolás Salmerón y García se refirió a ellos como «máscaras de la reacción, pandilla de necios y petulantes, envenenadores de la conciencia de multitudes, patulea de pedantes infatuados». Las maneras de pensar a los intelectuales no se detienen con el fin de la Guerra Civil, tampoco durante el desarrollo y el ocaso de la dictadura franquista. Ni siquiera en la Transición cesa el examen sobre su naturaleza e importancia.

A la luz de las fuentes consultadas por David Jiménez Torres, el intelectual lleva años muriéndose y perdiendo relevancia, incluso en sus edades doradas. La intuición del declive parece estar en su génesis: un ser falible y sospechoso por naturaleza, cuyo constante peligro de desaparición está ligado a uno de los temas recurrentes planteados por Ortega y Gasset: la sociedad de masas. «Lo que me hizo prever el destronamiento del intelectual fue advertir que iban a apoderarse de lo mandos históricos las muchedumbres».

La crisis del intelectual, tal y como la cuenta Jiménez Torres, no es un fenómeno limitado a España. La «muerte del intelectual» acuñada por Joan Fuster se convirtió en un lugar común que marcaría los discursos de las décadas siguientes en Europa y Occidente, una aprehensión que sobrevive hasta hoy. La pregunta sobre dónde están los intelectuales o cuál es su papel traslada una idea de desconfianza ya no hacia el personaje, sino a la razón como instrumento. Las acusaciones clásicas de silencio e incluso de complicidad con el sistema, se hacen más visibles con la llegada de la democracia. En un mundo secuestrado por la emocionalidad, el libro de Jiménez Torres es un alegato en favor de las ideas y de quienes se han dedicado a ponerlas en práctica, sobre todo, en los momentos de incertidumbre. Como en 1931 hoy también es imposible permanecer indiferente.

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