La Tercera
La destrucción de la tradición española
Hemos empezado a asumir que la destrucción del tiempo pretérito y demoler la tradición española y los valores que nuclean el mundo que nos toca vivir es algo pletórico de progreso
Jesucristo, el hombre (5/4/2023)
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José Manuel Azcona
En el año 350 antes de Cristo el filósofo Isócrates afirmó que nuestra democracia se autodestruye en el momento en que se abusa del derecho de igualdad y del derecho de libertad. Esta destrucción era mayor –insistía– cuando se enseñaba al ciudadano a considerar la ... impertinencia como un derecho, el no respeto de las leyes como libertad, la imprudencia en las palabras como igualdad y la anarquía como felicidad. Quizás al lector estas aseveraciones le sirvan bien para describir el tiempo presente que le toca vivir. A mí, desde luego, me benefician para acotar esta sociedad posmoderna en la que cohabito. Quizá le faltó a este filósofo griego añadir a su sofisma que nuestra democracia aún se derrumba más rápido cuando los valores históricos que nuclean cualquier moderna sociedad se pierden. Y es que articular la convivencia cotidiana en torno a la educación básica rebozada de respeto hacia las ideas que no comulguen con el comunismo posmoderno que todo lo invade y penetra es tarea ya imposible.
España es, en efecto, una democracia plena, como cada año indican los organismos internacionales de medición. De lo que me siento muy orgulloso, al igual que de vivir en la Unión Europea, el único ámbito geopolítico del mundo en el que las libertades individuales y colectivas están bien salvaguardadas. Y donde el respeto a los derechos humanos es mayor, toda vez que la percepción que se tiene de su influencia global es más positiva que negativa. Lo que no acontece ni con Estados Unidos ni con la Federación Rusa. Sin embargo, y pese a todo ello, asistimos a un tiempo colectivo en el que el pensamiento único intenta apoderarse de nuestra atmósfera vital.
Así, por ejemplo, si un extraterrestre desconocedor del mundo terrenal llegase a nuestro país, pensaría que lo más importante para los españoles es el cambio de sexo real o verbal de las personas o el empoderamiento de las mujeres en su deambular feminista. Lo cual, evidentemente, no se corresponde con la realidad, como es público y notorio. No obstante parece que lo es, y esto es lo que importa realmente, lo que aparentan las cosas, no la profundidad ni la esencia de las ideas, y menos aún la esencia de nuestra historia, por ejemplo, o de nuestras centenarias tradiciones. Se trata de construir espacios universales homogéneos en los que esta esencia judeo-cristiana que nuclea nuestra nación sea destruida, con el fin manifiesto de homologar nuestra cultura y formas de convivencia a lo que se considera el verdadero progreso y el mayor avance social. En este ámbito, lo primero es denigrar nuestra propia historia y ensalzar la de nuestros vecinos europeos. De nuestro ayer solo se respetan las invasiones romana y árabe como superiores (sin citar su altísimo grado de violencia y lo que toman de los pueblos autóctonos), al Rey Carlos III y, sobre todo, el Gobierno de la II República, al que se describe como la panacea universal del buen gobierno. La monarquía se presenta como un régimen deleznable, el republicanismo como la solución a todos los males, y la libertad de mercado y empresa como algo a batir. Toda vez que el Estado y el control de la economía se muestran como algo icónico. En este rumbo destructor de la tradición española la patria solo ha existido desde la Constitución de 1812. Todo lo sucedido con anterioridad no cuenta. Y mucho menos el esplendor de la América española, que no se reconoce, tildando a nuestros antepasados que allí actuaron como genocidas.
La Iglesia católica tiene un papel determinante en la configuración de nuestra tradición, independientemente de nuestras creencias, pero, lejos de cohabitar en armonía con nuestro pasado religioso, social y de solidaridad con los más desfavorecidos, se busca la confrontación y el desprecio a los valores del catolicismo arraigado en nuestro ámbito social. Se hace preciso pedir perdón por todo y no admitir el pasado de nuestra nación como algo sustancial.
Los colectivos humanos no surgen en su ámbito de modernidad desdeñando el ayer de su trayectoria. Hemos empezado a asumir que la destrucción del tiempo pretérito y demoler la tradición española y los valores que nuclean el mundo que nos toca vivir es algo pletórico de progreso. Pero no lo es, porque, según nuestro criterio, la esencia de la cultura judeocristiana que ha vertebrado nuestro país es un ciclo de larga duración de improbable erradicación. Pero no pocos buscan autoconvencerse de que los movimientos feministas, los cambios de sexo, el laicismo absoluto, el republicanismo político e intelectual, o la destrucción de los modelos familiares convencionales, es la esencia que pivota el pasado, el presente y el futuro de Occidente, sin olvidarnos del culto a los animales.
No falta la idealización del buen salvaje para elevar a categoría mayor a sociedades en no pocas ocasiones dictatoriales o autocráticas, pero imbuidas de comunismo bolivariano o cubano. Así que defender los tarros de la esencia de la monarquía hispánica en la construcción de la Edad Moderna, de la obra social de la Iglesia católica o la participación española en la construcción de un mundo moderno y desarrollado bajo el paraguas del idioma español no entra en los parámetros de quienes fabrican nuestro mundo artificial igualitario hasta 2030, demoliendo lo que a tantos nos importa, el valor de nuestras tradiciones, de nuestra cultura, del aporte de nuestro país, España, al devenir de la humanidad. Nosotros lo hacemos sin complejos, lejos del sectarismo imperante y con sustentación del Estado-nación como elemento nucleador de nuestro progreso. Porque nosotros aún creemos que el futuro traerá más progreso, mientras no entendemos los regionalismos excluyentes ni la educación identitaria, y valoramos los hitos estructurales de la intrasociedad en la que desarrollamos nuestra cotidiana convivencia.
A la dictadura del lenguaje con la que nos toca actuar no la reconocemos, y la obligación de asumir los elementos considerados icónicos pero alejados de la tradición, menos. Claro que salir de este bucle no resulta tarea fácil, porque los valores de la tradición española aparecen como hitos del atraso social frente a modelos importados, impostados e implementados a fuerza de medios de comunicación y que pretenden ser verdad universal de crecimiento, desarrollo social y auge de igualdades. Pero no lo son; tan solo lo parecen. Porque la realidad debe adaptarse al pasado histórico y sus procesos evolutivos desde tiempos pretéritos. No por imponer a la fuerza paraísos ficticios de supuesto universal progreso se destruye la más serena tradición.
es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos
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