la huella sonora

Un tiempo inestable

Estos días puedes encontrarte a una señora elegante, con su abrigo color camel, y a su lado, un señor en pantalón corto, con una camiseta de Butragueño y una gorra de Caja Rural

El otoño es una estación de contrastes a la hora de vestir guillermo navarro

Hay unos cuantos días cada año en los que el tiempo no es un hecho objetivo ni la temperatura un valor rotundo. Es, más bien, una decisión personal, el clima de Schrödinger: hace bueno y malo a la vez. Lo curioso es que solo ... depende de tu voluntad, eres tú el que opta por situarse en el frescor del otoño que llega o en el calor del verano que no se va. Más concretamente, eres tú el que decide que la misma temperatura con la que en julio no podías dormir, ahora te pida una rebequita por encima de los hombros.

El termómetro, la cifra aséptica, es lo de menos. Y es lo lógico en la época de la posverdad. Los hechos objetivos ya no interesan a nadie, y ¿acaso hay algo más objetivo que el mercurio, subiendo y bajando en ese rally de balcón como un chicharro del Ibex 35? El mercurio y el amor están lleno de interpretaciones.

Y esto alcanza su cénit en la ropa del personal. Estos días puedes encontrarte a una señora elegante, con su abrigo color camel, su bufanda comprada en los Cotswolds, su sombrero Cloché o, en un alarde 'parisien', incluso con una boina calada, como de musa de Cuartango, mientras, a su lado, un señor del Cerrato palentino que ha ido a ver el Prado en pantalón corto, con una camiseta de Butragueño y una gorra de Caja Rural se echa protección solar para no quemarse. Estas cosas pasan. Algunos van sacando ya las largas chaquetas de lana y se calientan las manos con un café con leche mientras ojean 'Cahiers du Cinema' mientras, en la mesa de al lado, una despedida de soltero posa sus granizados en las piernas peludas que aparecen bajo las minifaldas de los disfraces de enfermera.

No les cuento ya en Chamartín. Allí ya llega con retraso hasta el otoño. La semana pasada salíamos los del tren de Valladolid, todos con una camisa y una americana por todo abrigo mientras, en la vía de al lado, el tren que llegaba de Valencia dejaba salir a una multitud aterrada y al borde de la congelación debido a unas temperaturas extremas de unos quince grados. Que alguno tiritaba y hasta pedía un San Bernardo, como Ramón Palomar el día que vino a Pucela, que estaba más frío que el corazón de Angela Merkel.

Y quiero hacer una mención especial a las madres que recogen a sus hijos del colegio. Los chavales salen sudando tras haber metido cuatro goles en el patio, con la cara sucia por haberse limpiado el sudor con las mismas manos con las que han parado un penalti. Si les tomas la temperatura, están más calientes que José Luis Ábalos en Paradores, pero da igual, porque la madre tiene frío. Y si la madre tiene frío, el niño puede comenzar una combustión espontánea que da igual: la madre le pone los guantes, un pasamontañas y al coche, cuyos cristales se comienzan a empañar por el calor de los chavales, algo que ella arregla poniendo la calefacción. Y así es como de algunos coches en Las Tablas alcanzan el punto de fusión del tungsteno, dando paso, espontáneamente, a la vida, como un vivero de El Egido.

Yo espero que bajen ya las temperaturas y lleguen las lluvias. No por gusto personal, que también, sino como vía para alcanzar un consenso térmico que acompase a nuestra nación inmortal, que está perdida. Tenemos al operario poniendo las luces de Navidad en tirantes. Y, como la cosa siga así, unos van a poner al Niño Jesús en un pesebre y otros en una terraza. Y medio país va a cantarle villancicos y el otro medio una bachata. Y la cosa se nos va de las manos. Que se empieza rompiendo la unidad térmica, se sigue con la unidad espiritual y solo es cuestión de tiempo que hablemos de los husos horarios. Así que ojalá se ponga a llover. Que una cosa es que se nos rompa el criterio y otra que se nos rompa España.

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