la tercera
La provocada ausencia del Rey
Alguna doctrina constitucionalista admite, entre las funciones del poder moderador, las de 'advertir', 'animar', y 'recibir' información. Solo eso, tan desregularizado
La Princesa y el artista
Vigencia de la sociedad civil
Enrique Sánchez de León Pérez
En este inquietante tiempo político, una parte, cada vez más presente, del puñetero pueblo español, se pregunta si nuestro Rey sirve, o no vale, para algo útil y necesario a España. Para enfocar esta descarnada realidad, escondida por escabrosa, habría que situarse, con profundo ... respeto, por encima del honesto republicanismo de muchos intelectuales y pensadores que, hoy por hoy, y de antaño, añoran una realidad inexistente: la de que una República superaría, por democratismo y ética, a cualquier Monarquía sustantivamente viciada; y, desde luego, habría que depreciar, comprensivamente, a esa cutre y violenta actitud de algunos niñatos/as del progresismo de salón que en todo tiempo veneran 'la lucha de clases' y cultivan un resentimiento revestido de 'suficiencia' 'razón moral' e 'igualdad'. Visualizar ese proceso actualizado, concluye en identificar izquierda con República y progreso, y residenciar al centro y a la derecha en el anticuario de la historia, es decir, en los brillantes restos de un pasado de privilegios. Son, según se autoproclaman, los 'progresistas'.
Pero otra parte de la inhibida sociedad española reclama que el Jefe del Estado, es decir, el Rey, ponga orden en la lucha entre los representantes de sus Poderes; que se haga presente, que haga 'algo'. Los más exaltados llegan a exigir, según el argot popular, que «de un puñetazo en la mesa».
Al reflexionar, sinceramente, sobre esta alternativa paradójica, habría que admitir, de principio, que buena porción de este problema emocional que hoy amuralla la machadiana y tópica 'dos Españas' tiene naturaleza constitucional. La aparente inoperancia o pasividad Real, en el grado que cada uno la aprecie, ¿es lo que provoca e impera, la Constitución española del 78? Es una duda que corroe a muchos juristas de buena fe, y a muchos ciudadanos, que tratan de enfocar objetivamente la cuestión.
En principio, negar o desconocer que España está viviendo un sibilino, aunque cada vez más descarado, 'proceso constituyente' de signo revisionista de nuestra CE-78, es vendar, con un apósito tóxico e inservible, una realidad de crisis política revocadora, transcendente y, por tanto, peligrosa. Esa realidad debe registrar un reiterado conjunto de actos, violentos a veces, siempre marginadores o despreciativos hacia el Rey, la Corona y la Monarquía, protagonizados en todos los niveles políticos y administrativos. Esconder, o desconocer, el abordaje de ese problema, pudiera ser muy grave, porque con ello se rompe «la relación entre el sistema político y su contorno». Por ello, habría que plantear el transcendente interrogante siguiente: ¿Cabe en la CE-78 el ejercicio de una 'auctoritas' efectiva, además de la supuesta 'potestas' de la Corona? ¿Cabría lo que se denomina, en términos populares, un 'golpe de autoridad'? A juicio de este modesto observador, sí cabe un gesto de ese tipo dentro de nuestra Norma máxima. Ya lo hubo. Pero ello supone explorar «un camino lleno de posibilidades más allá de la ley escrita». Sin embargo, se requeriría para ello refugiarse en algo tan ambiguo como es el 'espíritu de la ley'. Ello supone, inexcusablemente, que el Rey «no se meta en política partidista», sino que active sus poderes constitucionales, instituyendo la manera de hacerlo y decidiendo cómo ser manero de su acción.
No es intención de estas reflexiones públicas entrar en los academicismos que encerraría analizar y deducir sobre el 'espíritu de nuestra Constitución', pero sí quisiera apuntalarlas desde mi consideración de 'constituyente', y haber vivido el contexto en que se institucionalizó la Monarquía parlamentaria. En síntesis, vino de un acuerdo de tintes más personales que institucionales, entre A. Suárez (UCD) y S. Carrillo (PCE), al reconocer y admitir una Monarquía parlamentaria como forma consensuada de gobierno de futuro; caminó por un sendero de debate para lograr un asentimiento general, terminó enumerando, genéricamente, unos 'principios', y formulando unas muy indeterminadas 'funciones'. La conclusión emergente es que, al eliminar o limar al máximo las viejas prorrogativas del Rey absoluto, y no digamos las ejercidas por Franco, los constituyentes nos olvidamos de reglamentar las elementales funciones de una Jefatura del Estado dentro de una Monarquía simplemente representativa. Solo insistimos, entonces, en lo más elemental: el Rey es el Jefe del Estado.
La consciente y evidenciada vaguedad de la CE-78 enuncia los siguientes 'principios': «modera y arbitra el funcionamiento regular de las Instituciones» (art. 56.1 CE-78) y «guardar y hacer guardar la Constitución» (art. 61.1 CE-78). Aparte de las valiosas y teóricas aportaciones de expertos en derecho constitucional, no siempre despejadas de doctorería, ¿qué norma desarrolla esos genéricos mandatos?; ¿qué precepto encadena al Rey sobre cómo y cuándo ha de actuar en las 'situaciones extraordinarias' como las que ahora, al entender de muchos, se vive en España?; ¿quién admite o rechaza explícitamente que ahora exista normalidad?; por el contrario, ¿qué se debe hacer en momentos que Montesquieu titularía como la 'tiranía de la opinión'?; ¿cómo actuar desde la Jefatura del Estado, cuando «los que gobiernen ordenen cosas opuestas a las maneras de pensar de una nación»? Son interrogantes que no encuentran respuesta normativa material orientadora.
La norma evita la anarquía, aunque propicie el estrabismo; anula el desorden, aunque invite a los extremismos si no es concreta. En España, pueblo libertario por excelencia, es frecuente la violencia política, lo que hoy se llama 'polarización', que conduce, muy frecuentemente, a legitimar lo indeseable, Entonces se impone para su corrección el orden jurídico. Y quién sino el Rey, es decir, el Jefe del Estado, el que debería ser quien deba actuar. Solo por ser la cúspide institucional ha de determinar, en una soledad exigente, el cómo y el cuándo de su acción.
Alguna doctrina constitucionalista admite, entre las funciones del poder moderador, las de 'advertir', 'animar', y 'recibir' información. Solo eso, tan desregularizado. Pero otra parte de la misma admite también el 'deber de actuación'. Fue lo que ya hizo el Jefe del Estado en el famoso 1-O sobre la cuestión catalana. Pero la ausencia doctrinal más evidente gira entorno a la facultad de 'arbitrar'. ¿Qué es eso de arbitrar?
No puede culparse al Rey de inutilidad o inoperancia, si ni siquiera se le permite ejercer, con prudencia infinita, la defensa de la «indisoluble unidad de España», y se propicia o tolera todo intento de ataque a su representación y dignidad.
Apunto, finalmente, una idea incitadora: el pueblo español, como depositario de la soberanía nacional, ¿debe expresarle a su Jefe de Estado, de manera constitucional, es decir, mediante ley, no solo cuáles sean los 'principios' a respetar, sino la metodología fáctica para llevarlos a efecto? Muchos pensamos que sí.
es exministro de Sanidad y Seguridad Social de UCD
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