Sin punto y pelota
Unidad de renombramientos
Las nuevas propuestas debían servir para acusar a los que no compartían las ideas progresistas de ser malas personas
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Instalaron la unidad de renombramientos al final de aquel edificio de Moncloa, de donde habían desalojado a algunos asesores a los que se les reprochó su exceso de celo en el papel de palmeros. En el despacho, mezclaron a una socióloga, un creativo de publicidad, ... una periodista y un filólogo. Paridad. Tenían el encargo de encontrar más palabras para describir de manera contundente fenómenos sociales y laborales, ponerlos en la agenda mediática y ayudar a su solución. Bueno, eso era sobre el papel pero, en realidad, era una estrategia para acusar de machista y de fascista a todo el que no compartiera la nueva nomenclatura. Aunque también tenían el encargo de encontrar nuevos descalificativos.
La idea venía avalada supuestamente por la evidencia empírica. Desde que se decidió llamar «de género», «machista» o incluso «terrorismo machista» a la violencia de algunos hombres sobre algunas mujeres, el número de maltratadas había bajado en España, pese a lo que pudieran indicar algunas estadísticas, sin duda manipuladas por la caverna mediática, expresión que hizo fortuna en los 90 para designar a la oposición en los periódicos a Felipe González y que estaba por recuperar. La expresión estaba en la lista de 'rescatables'. Convendría añadir a lo de caverna un 'neomachista', claro. O sexista, porque también había que ir renovando el lenguaje, las palabras que estaban en la carpeta de 'desgastadas'. Las nuevas propuestas debían servir para acusar a los que no compartían las ideas progresistas de ser malas personas. No era sencillo el recambio a fascista y a machista, aunque este término resistía asociado a 'violencia' porque nadie caía en sutilezas como que en países tan supuestamente igualitarios y modélicos como en Suecia se hablaba de violencia doméstica. Todavía no se había planteado en Bruselas dejar sin fondos europeos a los países que usaran esa terminología.
Desde esa unidad darían con términos para acorralar también a los escépticos, a esas personas de perfil peligroso que dudaban de la eficacia de ciertas medidas para combatir el cambio climático. En el despacho, sabían que «negacionista» corría peligro de desgaste porque, asociada a un perfil de conspiranoico chiflado y ultra, podía ocurrir que tuvieran cierta relevancia pública personas aparentemente bien formadas, con un discurso articulado y fundamentado, que no se ajustaran al estereotipo. También estaban adquiriendo importancia, gracias a las redes sociales, agricultores que se decían perjudicados por las normas de los expertos progresistas y que estaban logrando suscitar la simpatía de los urbanitas más abiertos de mente. Dar con una palabra nueva para desacreditarlos era una de las tareas más inmediatas.
La periodista leyó en voz alta: «Desconfiad de la gente que dice que hay que renovar el lenguaje; es porque quieren producir con las palabras los efectos que no saben cómo producir con las ideas». Pausa. «Es de un francés, de Francois Andrieux. La ha puesto en su 'newsletter' de mercados Juan Ignacio Crespo». «A lo nuestro», zanjó el creativo.