LA TERCERA
La vida invisible de un museo
Saber que estamos ante el último cuadro que pintó Velázquez y que lo dejó inacabado debería atraer nuestra atención y estimularnos a saber más
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Ana González Mozo
Las obras de arte parecen tener una vida misteriosa, ajena a los avatares del mundo y, sin embargo, se mueven con ellos, se pierden en ellos y se conservan pese a ellos. Ernest Gombrich escribía en 1977 que sin las actividades que se desarrollan ... entre los bastidores de un museo –conservación, adquisición, investigación y catalogación– no habría obras de arte que los visitantes pudieran contemplar, y no le faltaba razón. Trabajo entre los bastidores de un museo de arte antiguo, investigando para ayudar a su preservación, y disfruto contemplando pinturas, esculturas y otros objetos que llegan desde el pasado. Confieso que en esos instantes siempre sucede algo: me asombran por su belleza o me ilustran con las ideas de personas que vieron el mundo de otra manera y tuvieron la habilidad para expresarlas con los medios del arte.
Los museos transmiten historias que nos aproximan a otros tiempos sin exigirnos más que un poco de atención y curiosidad. Sin duda estas instituciones contribuirán a la experiencia que tengamos en ellas, pero también nos invitan a moldearla a nuestra medida con la información que se nos proporciona. Saber que estamos ante el último cuadro que pintó Velázquez y que lo dejó inacabado debería atraer nuestra atención y estimularnos a saber más. Es posible que también nos lleve a preguntarnos por el milagro que supone que esta y otras obras se hayan conservado e interesarnos por los que hicieron y hacen posible ese milagro. Hoy quiero recordar uno de los periodos más importantes de la historia de la conservación del patrimonio.
En 1896, un año después de que Wilhem Conrad Roentgen publicase el descubrimiento de los rayos X, se radiografió por primera vez una pintura. Fue el inicio de un periodo marcado por el interés hacia técnicas que a través de imágenes permitían ver el interior de las obras de arte. En la década de 1920, la idea de utilizar las ciencias naturales para analizar la materia constitutiva de los bienes culturales y optimizar su conservación dio lugar al nacimiento de una nueva disciplina, la diagnosis del arte. Esta revolucionaría el estudio de las colecciones museísticas y comenzó a consolidarse en la década de 1930 tras largos debates, controversias y desconfianza por parte de los que se dedicaban a su estudio tradicional. Era incuestionable que ayudaba a verificar el estado de las pinturas y a establecer las condiciones más favorables para su exposición, pero también proporcionaba datos inéditos sobre ellas. La misma emoción que producía en los investigadores descubrir bajo la superficie de los cuadros la evolución de las ideas de los maestros antiguos, las dudas y errores que ocultaron, también despertaba la curiosidad del público.
En los años precedentes y desde su fundación en 1919, la Sociedad de Naciones, alertada por la dispersión y la destrucción que había sufrido el patrimonio artístico en Europa durante las campañas napoleónicas, las desamortizaciones en Francia y en España y después durante la Primera Guerra Mundial, sumado a las críticas que recibieron los museos desde la apertura del Louvre en 1793, por la acumulación de obras de calidad dispar en salas mal acondicionadas –invito a leer 'Museum fatigue' de Benjamin Gilman– promovió actuaciones para revalorizar y proteger los bienes culturales. El 'alma mater' del proyecto fue el historiador Henri Focillon (1881-1943), cuya esperanza era que el conocimiento y la defensa común del arte sirviera para recuperar la unidad de Europa. Sus reflexiones fueron el origen del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en 1925 –contaba entre sus miembros a Albert Einstein, Marie Curie y al matemático español Leonardo Torres Quevedo–, y un año después de la Oficina Internacional del Museos (OIM). En su proyecto fundacional se declaraba que estas instituciones, además de centros de investigación, debían ser medios «donde se aprenda a amar la vida, la historia, los maestros y a conocer la diversidad del mundo».
Fue un tiempo tan complejo como interesante y en las reuniones internacionales que organizó la oficina entre 1927 y 1937 humanistas y científicos se pararon a reflexionar sobre los métodos de estudio y la práctica de la conservación, sometiéndolos a debate y expresando sus ideas con claridad meridiana. Delimitaron, con un lenguaje sencillo e inteligible, la esencia y la naturaleza de la obra de arte y los objetivos que debían regir la vida de los museos sin arrogarles más funciones que las que ya tenían: la conservación de las colecciones, su conocimiento más profundo y la elección del modo más adecuado de exponerlas al público.
El camino no fue fácil, pues se cuestionaron los límites de la historia del arte, de la restauración y de la contribución de las ciencias naturales a estas disciplinas e incluso personalidades que actuaban en el marco de la OIM –el propio Focillon, Max Friedländer o Henri Bergson– tuvieron desacuerdos sobre estos asuntos, pues llegaron a temer que un examen técnico pudiera contradecir las opiniones de los grandes expertos en asuntos artísticos. No obstante, en los años treinta del siglo pasado, la mayoría de los grandes museos ya contaban con laboratorios científicos.
En España, ejemplificado por el Museo del Prado, el proceso fue muy lento –la historia no es muy conocida–, pero se intentó. La calidad y la buena conservación de su colección la convirtió desde su apertura en 1819 en referencia para que estudiosos y artistas de todo el mundo apreciasen la técnica de los pintores. Dos trabajos ejemplares de aquel periodo fueron las catalogaciones de la obra de Velázquez y de Tiziano que hicieran respectivamente Aureliano Beruete (1897-1899) y Pedro Beroqui (1927). Significativamente, los cuadros de estos pintores fueron las primeros en ser radiografiados en la institución hacia 1930, con un aparato que Archer Huntington regaló al duque de Alba, por entonces presidente del Patronato. Es cierto que los sugirió Edward Forbes, director del Fogg Museum de Harvard, pero se hicieron porque, no exentos de prudencia, Francisco José Sánchez Cantón, subdirector del Prado, y el mencionado Beroqui se sintieron atraídos por descubrir, parafraseándoles, la imagen más íntima de las intenciones de los grandes maestros y los secretos de su oficio. Todos estos esfuerzos se diluyeron con las guerras que poco después asolaron España y el resto del mundo. Pero permanecen el recuerdo y el poso, sobre el que se asientan nuestras tareas entre bastidores, de aquellos años fructíferos, cuando las palabras no anularon a las obras de arte ni a los espacios donde se mostraban, ni las máquinas sustituyeron, como temieron algunos, al ojo experto, porque la curiosidad que impulsa a ver más allá en los fenómenos que nos rodean es inherente al ser humano.
es investigadora del área de restauración del Museo del Prado
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