la tercera
Delitos de ignorancia
Desafío al lector a que intente localizar en su memoria alguna exposición que no se legitimase apelando exclusivamente a valores morales o políticos
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José Luis Pardo
Últimamente, al hilo de algunas polémicas relacionadas con museos públicos, ha circulado la especie de que existe en nuestro país un numeroso colectivo fuertemente tradicionalista que se empeña en defender a toda costa la autonomía del arte. Estas expresiones parecen ideadas para sugerir que hay, ... por una parte, muchos defensores moderados de dicha autonomía, y luego unos pocos fundamentalistas que la reivindican como fanáticos temerarios (pero, ¿en qué podría consistir una defensa 'moderada' de la autonomía del arte? ¿En admitir que el artista obedezca a presiones políticas o económicas, siempre que no sean excesivas? ¿Que la obra se valore con criterios ajenos a lo artístico, pero sin exagerar? ¿Que los creadores se orienten a la satisfacción de la clientela a la que sirven, siempre que los clientes sean gente de bien?). Es preciso, pues, tranquilizar al público a este respecto.
Es verdad que existen individuos, y hasta artistas, que se resisten a subordinar la obra de arte a su intención política, moral, religiosa, etc., y que argumentan, como Théophile Gautier en su 'Mademoiselle de Maupin', que el único compromiso irrenunciable del artista y de su público en cuanto tales es el que establecen con el arte. Pero esta postura no es mayoritaria ni tradicional. Por el contrario, la tradición más extendida, duradera y dominante a lo largo de la historia ha sido que la obra de arte estuviera sometida a finalidades definidas por los poderes religiosos o políticos y pagada por ellos. La pretensión, hija de la Ilustración, de que el artista disfrutase de 'iure' de plena libertad profesional en su jurisdicción fue rápidamente contestada, siempre en nombre de la moral y del progreso, por los partidarios de esa dilatada tradición que amargaron la existencia a gentes como Baudelaire, Flaubert u Oscar Wilde, entre muchos otros.
Ya en el siglo XX, la autonomía del arte fue sistemáticamente denunciada por los movimientos revolucionarios como un vergonzoso compromiso con la reacción burguesa y ridiculizada hasta la extenuación. Y no me refiero únicamente a lo que de ella pensaban Zhdanov y Goebbels, que dieron buenas pruebas de despreciarla. Me refiero también al hecho de que en las vanguardias históricas –los 'clásicos' de los que todo el arte contemporáneo es heredero–, al menos en las que se pusieron 'al servicio de la revolución', prendió la consigna aireada por Walter Benjamin bajo la inspiración del romanticismo político de Carl Schmitt: «¡Hágase el mundo y que perezca el arte!», mediante la cual se exigía la politización del arte, es decir, la sumisión del artista a las ideologías que vinieron a llenar en occidente el hueco dejado por la religión cuando ésta se convirtió en una opción privada.
Se diría que ese mismo grito alienta hoy en los atentados que activistas políticos de toda suerte dirigen contra obras que son símbolo vivo de esa aspiración a la autonomía, como las de Klimt, Picasso o Van Gogh. La sintonía de estos atentados con las 'performances' que algunos artistas actuales suelen organizar contra las mismas obras, y aún más la complacencia pública y la simpatía oficial que despiertan esos ataques entre los que tienen encomendada la custodia de sus víctimas, y que no pierden ocasión de declararse hartos de tanta museificación, prueban hasta qué punto quienes defendemos hoy la autonomía del arte estamos en flagrante minoría frente a la posición dominante en el arte contemporáneo. Desafío al lector a que intente localizar en su memoria alguna exposición de las que ha visitado en las últimas décadas en cuyo discurso curatorial no se legitimasen las obras o los proyectos apelando exclusivamente a valores morales o políticos, sino a criterios estéticos. Yo, desde luego, no puedo recordar ninguna, y mucho menos en los grandes museos supuestamente más 'conservadores' y 'tradicionales'.
Precisamente porque los museos son (¿eran?) la encarnación institucional de la autonomía del arte, las obras que en ellos representan esa condición se han convertido en objetos particularmente odiosos. La rentabilización económica de las exposiciones a través del llamado turismo cultural las ha sepultado bajo toneladas de fotografías instantáneas; algo que hoy no es más que un daño menor comparado con la perversión del concepto mismo de patrimonio cultural que supone su rentabilización política de acuerdo con el paradigma hegemónico de la obra de arte contemporánea como propaganda de causas nobles. Frente a ese paradigma, cuadros como el 'Paisaje de Delft' de Vermeer, los 'Girasoles' de Van Gogh o 'La familia de Carlos IV' de Goya no parecen abrigar ninguna de esas buenas intenciones, y cuelgan de las paredes como si el mundo les importase un bledo.
Y ese es precisamente el problema. Que hay obras que sobreviven incluso a su mercantilización y a su desmedida reproducción visual, y que además se resisten a toda utilización social o política explícita. En otro tiempo las amparaban la historia del arte y la crítica de arte, pero hoy estas disciplinas están siendo sustituidas por los 'estudios culturales' y los 'estudios visuales', dedicados afanosamente a indemnizar a los innumerables colectivos en los que dichos estudios han hecho calderilla de lo que solía llamarse 'el público', convirtiéndolo en un enjambre de identidades agraviadas porque esas obras, cuya conservación depende de sus impuestos, no les proporcionan una compensación simbólica por las alegrías que el mundo les niega; y, como antaño hicieron los nobles o el clero, exigen que les rindan tributo. Si esta tendencia se consuma, ya serán únicamente los guardias de seguridad, las barreras electrónicas y los detectores de metales los que las protejan. ¿Es progresista sostener que las obras de arte carecen de legitimidad a menos que su carga emocional se ponga al servicio de una causa social o política unívoca? ¿No supone ello atentar, en el terreno intelectual, contra el principio que hace de esos objetos obras de arte y, por tanto, allanar el camino a los atentados materiales que culminarán el trabajo?
No sabemos cuánto aguantarán obras como 'La ronda nocturna' o 'La noche estrellada' antes de ser destruidas por un atentado bienintencionado, canceladas por los discursos descalificatorios de los censores o retiradas para no ofender la sensibilidad de los espectadores. Pero, mientras aguanten, seguirán siendo las reservas mejor nutridas de la libertad de expresión, ese oxígeno que impide que la atmósfera social se vuelva irrespirable. Hoy, que reconocemos derechos a los animales, no estaría de más concedérselos igualmente a estos artefactos enigmáticos que desde la prehistoria acompañan la presencia de lo humano sobre la tierra. Así se lograría que, por una vez, en lugar de prevenir los delitos de odio restringiendo la libertad de expresión, como es costumbre, lo que se restringiese fuera el odio a la libertad de expresión, para prevenir los delitos de ignorancia.
es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense
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