La tercera
España demediada
Un gobierno que modifica leyes básicas por meras urgencias inspiradas en la gestión de sus intereses revela desconocer lo que es un Estado de derecho
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Álvaro Delgado-Gal
Las elecciones de julio han confirmado la ruptura del organismo político en dos mitades inviables. De un lado, la alianza antinatural entre la izquierda y los separatismos augura tensiones de primer orden en el orden constitucional. Del otro, la derecha parece haber llegado a un ... fin de trayecto. En esencia, hemos comprobado que Vox no es un partido asimilable, no porque se resista, lo que en cierto modo resulta comprensible, a esfumarse bajo unas siglas que no son las suyas, sino por un motivo de orden moral. Se encuentra definitivamente desprendido del centro de gravedad del país, de donde resulta que sus defectos, que son muchos, o sus desafueros, que no son pocos, abultan proporcionalmente más, mucho más, que los de formaciones objetivamente más peligrosas para los intereses generales.
De ahí que Feijoo intentara fingir que su socio necesario no existe. La simulación ha revestido, en todo momento, un carácter táctico. El asunto estaba en no perder apoyos a su derecha mientras abría las compuertas para que por ellas irrumpiesen los sufragios tránsfugas del centro izquierda. La doble tarea estaba preñada de dificultades, que el presidente del PP intentó eludir por el remedio simplicísimo de centrarse en algunas fechorías de Sánchez y dejar para más adelante la divulgación, quizá la elaboración, de un programa digno del tal nombre. La resulta es que Feijoo ha dependido, más que de su propio impulso político, de la presunta urgencia de muchos españoles por desalojar a Sánchez. Errores de tiempo y oportunidad en la constitución de los gobiernos autonómicos, más las iracundias de Vox, frustraron finalmente la victoria rotunda que muchos auguraban al presidente del PP tras las elecciones de mayo.
A esto se ha reducido el asunto, dentro de la peor campaña que recuerdo desde el 78. No excluyo a nadie. A Sánchez, tampoco. Se quita la retórica, y no se adivina, ni a izquierda ni a derecha, un solo argumento que esté a la altura de los enormes problemas a que se enfrenta España. Doy por sentado que Sánchez no convocará un referéndum de autodeterminación en Cataluña, por lo menos en su forma agravada. Pero no es preciso llegar tan lejos para comprender que la Constitución, si persiste en degradarse, terminará recordando pronto a los trampantojos, a las puras simulaciones, con que el general Potemkin se dedicaba a entretener los ocios de Catalina la Grande. Lo más fácil es que descarrilemos sobre la marcha, casi sin advertirlo y cuando el desaguisado no admita ya composturas. Hace unas semanas, hemos podido asistir a algunos anticipos interesantes. Ortuzar, el presidente del PNV, declaró que las negociaciones entre su Gobierno y el central no deberían sujetarse a los fallos que dicte el Tribunal Constitucional. Ortuzar está reclamando, evidentemente, un Estado confederal, esto es, un Estado en que los acuerdos importantes sean de índole formalmente bilateral. Tres días antes, Andueza, el jefe de los socialistas vascos, rechazaba la palabra 'confederal', pero pedía una reordenación del territorio que sin duda alguna nos aproximaría a una confederación. Nada excluye que, durante el tira y afloja entre el presidente y los nacionalistas, Cataluña o el País Vasco sean agraciados, por ejemplo, con un poder judicial independiente. No acierto a comprender cómo se podría rehusar la misma franquía a los restantes territorios. En ese mismo instante, España habría pasado a engrosar la tropa de los estados fallidos.
No estoy seguro, vaya por delante, de que una mayoría precaria del bloque de la derecha hubiese servido para nada de fundamento. Primero, porque ese bloque no habría sido un bloque, y segundo porque no parece, por las trazas, que Feijoo o Abascal hayan meditado seriamente sobre los problemas del país. Ello dicho, las elecciones me han producido una especie de melancolía. Intentaré expresarme con la mayor sencillez posible y ateniéndome a los hechos desnudos. Algunos millones de españoles, tras asumir la noticia prefabricada, e igualmente desatentada, de que se preparaba una revancha de signo fascista o fascistoide, han decidido no darse por enterados de las prácticas, rigurosamente incompatibles con el espíritu de una democracia liberal, en que ha incurrido repetidamente el presidente del Gobierno. La reforma 'ad hoc' del Código Penal, con no otro objeto que el de amarrar apoyos en el Congreso, se me antoja quizá la más vituperable. No porque crea que los insurrectos mereciesen apurar el cálice hasta las heces, No, no se trata de eso. Pensemos en los indultos. Un indulto es un acto discrecional del Ejecutivo que prevalece sobre la Justicia, pero no la corrompe.
Por el contrario, un gobierno que modifica leyes básicas por meras urgencias inspiradas en la gestión de sus intereses revela desconocer por completo lo que es un Estado de derecho. No ha sabido apreciarlo la mitad de los votantes, lo que confirma, con crudeza notable, que la capacidad de las democracias para prevenir su propia y lamentable desnaturalización es limitada, y próxima a cero cuando los partidos de referencia pierden el 'oremus' y se consideran autorizados a cualquier cosa mientras puedan alegar el respaldo de lo que Sánchez ha denominado, aparatosamente, una «mayoría social».
Ignoro hasta dónde llegará este PSOE mutado, o por lo menos desorbitado. Comparen entre sí las dos consignas que, en estúpida emulación, han dominado la campaña. Tanto el «Que te vote Txapote» popular, como el «¡No pasarán!» alentado por Ferraz, son lamentables. Entre ambos lemas subsiste, no obstante, una asimetría evidente: mientras «Que te vote Txopote» se reduce a ser un improperio inspirado por un suceso reciente, objetivo y espero que pasajero, a saber, el entendimiento entre los socialistas y Bildu, «¡No pasarán!» invoca de forma voluntaria, yo diría que escrupulosa, la guerra civil.
La diferencia no es para tomada a la ligera. Es la que separa un exabrupto de un programa, no por retórico, por impostado, menos exento de peligros, entre otros el de propiciar, en el centro derecha, un corrimiento reactivo hacia la extrema derecha. Estimarán los menguados que lo último aseguraría una superioridad crónica de la izquierda. Que Dios les conserve la vista. En esa España espantable, a nadie con un grano de sal en la mollera le apetecería ser de izquierdas. Ni de derechas.
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