La tercera
'Fastidium'
En la aceptación del asco que a las mayorías nos generan ciertas minorías necesitamos un acuerdo para ir tirando de manera pacífica y tolerable
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Pedro Fraile Balbín
Los últimos años han visto crecer la presencia de lo emocional en la vida pública. Nunca habíamos estado tan expuestos al despliegue público del miedo, la culpa, la vergüenza, el amor o la tristeza. En lo que se ha denominado la era de las emociones ... podemos ver a gente conocida manifestando su llanto, sus tristezas o sus miedos. Pero lo más curioso es que en este nuevo entorno de sinceridad de lo emocional hay una emoción ausente, una emoción de la que, a pesar de estar muy presente, raramente se habla, y no es otra que el asco, el rechazo físico a cosas y personas. La repugnancia física puede ser un mecanismo instintivo de defensa parecido al miedo que nos alerta contra lo que consideramos disfuncional, peligroso o antihigiénico. Es posible también que el rechazo no vaya contra el fenómeno en sí mismo, que por ser natural –piénsese en los hechos biológicos básicos– ha de ser aceptado, sino contra su manifestación sin el carácter mágico que le asigna la cultura –como el caso de la reproducción de la especie– o contra el peligro de amenaza para el grupo. No hay duda sobre los condicionantes culturales del rechazo físico, pero éste sigue siendo un instinto primario que «no hace sino revelar el hecho de que la vida emocional de la gente civilizada está todavía fundamentalmente determinada por significados muy primitivos y arcaicos que en general no son conscientes pero son fuertemente determinantes del comportamiento» (Andras Argyal, 'Disgust and Related Aversions').
El asco –el 'fastidium' romano– era ya una preocupación del mundo clásico, y fue un arma durante siglos contra herejes, homosexuales, brujas o razas consideradas malditas, y fue parte de las reflexiones de Montaigne, Shakespeare, Quevedo o La Rochefoucauld, y más recientemente fue central en el pensamiento social y político de Orwell.
En efecto, el asco, además, ha tenido siempre implicaciones sociales y políticas. La explosión hoy en día de diversidades culturales y preferencias alternativas pone de manifiesto que el asco que algunas de nuestras costumbres y expresiones provocan en otros puede ser un obstáculo para nuestra convivencia. Abordarlo de forma explícita para comprender a los demás –y para comprender el substrato emocional y sentimental de nuestras relaciones sociales– es hoy tan necesario como cuando Adam Smith subrayaba la dificultad ya en 1759 de que «la verdadera causa de ese asco peculiar que concebimos hacia los apetitos corporales, cuando los contemplamos en otros hombres, es que no podemos meternos dentro de ellos» ('Teoría de los sentimientos morales', cap. 'Sobre las pasiones antisociales'). En uno de los mejores estudios sobre sus condicionantes sociales –'Anatomía del asco' (Taurus, 1997)–, William Miller señalaba que «algunas emociones, entre las que destacan el asco y su primo hermano, el desprecio, tienen un fuerte significado político. Sirven para jerarquizar nuestro orden social: en algunos contextos se encargan de mantener la jerarquía, en otros, constituyen pretensiones aparentemente legitimas de superioridad y, en otros, se suscitan para indicar que ocupamos el lugar adecuado en el orden social».
Las consecuencias sociales del 'fastidium', sin embargo, no tienen una solución fácil, especialmente si la provocación del asco se convierte en una estrategia de 'lobbies' identitarios con fines políticos. Uno podría pensar que la repulsión que padecemos la mayoría al observarlo es un coste intrascendente, una externalidad que la mayoría deberíamos aceptar como precio social que hay que pagar por la libertad. El asco de los más podría verse como un precio a pagar a los menos por mantener la tolerancia. Pero el problema con los precios, cuando no son explícitos, es que pueden llegar a ser demasiado altos sin que nos demos cuenta y que sea demasiado tarde en el momento en el que se quiera corregir el contrato implícito. Los 'lobbies' generadores de asco pueden sentirse tentados a subir el precio de la tolerancia más allá del umbral de aceptación de la mayoría. Provocar con la repulsión como estrategia podría convertirse, por lo tanto, en un 'boomerang' que pusiese en cuestión el mundo tolerante del que disfruta el provocador. Podría argüirse –como hacía John Stuart Mill– que la sociedad necesita siempre un cierto grado de provocación porque la libertad es propulsora del cambio y éste produce rechazo colectivo. Pero el asco, por su carácter primario, puede dar lugar a reacciones radicales –véanse los casos de algunos países en la Europa del este– que pongan en cuestión el sistema mismo de tolerancia.
Está claro que el asco no puede ser un argumento para coartar la expresión de las minorías ni para denigrarlas moralmente. Nuestra sociedad abierta ha conquistado logros irrenunciables para la libertad individual y cualquier intento de socavarla privaría de legitimidad a nuestro sistema democrático de convivencia. Por lo tanto, enarbolar la repugnancia, por muy legítima y sincera que ésta sea, para la represión del diferente en minoría sería no sólo contrario a nuestras leyes y sentimientos, sino que supondría poner palos en las ruedas de nuestra convivencia. El 'fastidium' como norma pondría otra vez en peligro la supervivencia de grupos étnicos, sexuales o religiosos cuya convivencia en minoría es uno de nuestros mayores logros. Sin embargo, la cuestión no queda solucionada así.
En su defensa de las minorías y sus preferencias frente a la «tiranía de las mayorías» y el «despotismo de la costumbre», Mill argumentaba que, aunque la mayoría ofendida aplique coerción contra el discrepante, el rechazo social contra la minoría puede llegar a ser aún peor que la opresión política porque «puede penetrar aún más profundamente en sus vidas y llegar a esclavizar sus almas» y que, por lo tanto, siempre que no se causase daño a terceros, todos los individuos deberíamos ejercer nuestra libertad sin que nos importe el impacto que causemos en su estima ('On Liberty', 1859). Sin embargo, este derecho a la ofensa por parte de la minoría no puede conducir a una solución estable. Como manifiesta Thomas Sowell, un buen conocedor de Mill, ésta es una visión asimétrica: si el discrepante minoritario tiene derecho de irritar a la mayoría, cabe preguntarse por qué la mayoría no puede expresar su rechazo hacia el comportamiento del provocador minoritario ('On Classical Economics', 2006). El provocador ha de ser aceptado porque pertenece al grupo de «personas que no sólo descubre nuevas verdades (… ) sino que establece nuevas prácticas y da ejemplo de conducta ilustrada con gustos más elevados y un sentido mejor de la vida (…) Este grupo selecto son la sal de la tierra; sin ellos la vida se estancaría». ('On Liberty').
El argumento milliano no carece de razón, pero la autoproclamada excelencia de nuestras minorías no concuerda en muchos casos con sus fines políticos. El asco mayoritario contra algunos grupos, aunque se consideren superiores, puede servir de señal de alarma frente al peligro de nuevas élites cuyas intenciones pretendan poner en riesgo la convivencia. Pero esto no es un argumento suficiente. En la aceptación del asco que a las mayorías nos generan ciertas minorías, como en la aceptación de cualquier diferencia en una sociedad abierta y razonable, necesitamos un acuerdo –implícito o explícito– con la otra parte para ir tirando de manera pacífica y tolerable.
es catedrático de Historia de la Economía
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