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No es Franco, es la Transición

Sánchez, Iglesias y sus socios separatistas necesitan perpetuar los fantasmas que sustentan su discurso y su poder

El Congreso recibirá «El abrazo» de Juan Genovés EFE
Isabel San Sebastián

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Los huesos de Francisco Franco son el pretexto, el señuelo, el trampantojo. A los agitadores de su exhumación, encabezados por el presidente del Gobierno Frankenstein, les importa un higo chumbo el destino de esos restos. Su empeño auténtico no consiste en desenterrar nada, sino en arrojar tierra, o mejor aún lodo, sobre uno de los episodios más logrados de la historia de España: la transición democrática, cuya esencia constituye un desmentido inapelable del relato falsario en el que radica su fuerza.

No es la momia del difunto dictador lo que les inquieta. ¡Qué va! Tampoco el recuerdo de sus cuarenta años a los mandos del país, mientras ellos disfrutaban de la prosperidad alcanzada gracias al trabajo de sus padres y sus abuelos, ajenos en su inmensa mayoría al rencor que les corroe a ellos. Ni siquiera está en el centro de sus inquietudes la devastadora guerra civil del 36, que nunca osan abordar en profundidad, confrontando su versión simplista y maniquea con la memoria imparcial de cómo, por qué y por quiénes se llegó a consumar el horror vivido antes, durante y después de aquellos tres años terribles. Nada de todo eso motiva su ansiedad por turbar el descanso de un muerto. Lo que les mueve, lo que les impulsa a poner en escena este montaje siniestro es el afán de deshacer a conciencia todos los lazos de unión que tejimos con enorme esfuerzo los españoles protagonistas de esa hazaña insólita en el devenir de nuestra nación que dio en llamarse Transición. Un hito del que reniegan con tanta hiel como ignorancia.

Por una vez en la historia, no fue una vuelta a la tortilla. No hubo vencedores y vencidos. No se enfrentó media España a la otra media a garrotazos, como en el cuadro de Goya. No cambiaron las tornas. No se cobraron venganzas. No triunfó la ruptura. Por una vez en la historia, la fuerza de la razón prevaleció sobre la razón de la fuerza y fuimos de la ley a la ley a través de la ley, en alas del diálogo y el consenso. Todo el mundo hizo renuncias. Nadie alcanzó el máximo de sus pretensiones, porque de haber intentado imponerlas el edificio se habría derrumbado. Los nacionalistas obtuvieron concesiones que a día de hoy a muchos nos parecen desproporcionadas (por ejemplo, en la ley electoral), con la esperanza ingenua de infundir en ellos una lealtad que les es completamente ajena. Dos amnistías sucesivas hicieron tabla rasa de incontables crímenes, incluidos abusos policiales pero también atentados terroristas, que nunca han llegado a resolverse. Se legalizaron todos los partidos políticos, todos, sin excluir siquiera a los que tienen por objeto destruir al país. La ciudadanía en su conjunto, al margen de ideologías, cerró filas en torno al empeño común de construir un futuro mejor, dejando atrás definitivamente las divisiones y enfrentamientos que tantas veces a lo largo de los siglos habían ensangrentado nuestra piel de toro. Y durante unos años, cerca de treinta, incluso pareció que lo habíamos logrado. Ahora vienen ellos, hijos de ese ímprobo esfuerzo conciliador, a cuestionar todo lo conseguido. ¡Locos ingratos!

Su rancia mercancía política solo puede encontrar mercado en una España demediada, que es la que intentan desesperadamente recrear tergiversando impúdicamente la realidad. Ricos y pobres, represores y represaliados, víctimas y verdugos, opresores y oprimidos, buenos y malos... Una España irreal, que pasó felizmente página hace décadas para incorporarse al progreso. La España que complacería a Pablo Iglesias, Pedro Sánchez y sus socios separatistas, determinados a perpetuar los fantasmas que sustentan su discurso y su poder.

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