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Vidas ejemplares

«Pa chulo, el menda»

Nueve meses de libertad constreñida que Sánchez ni se digna a explicarnos

Luis Ventoso

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Trabajando en Londres trabe buena amistad con un historiador local, el gran Bob Goodwin. De cuando en vez nos íbamos a ver al Chelsea, o arreglábamos el mundo de pub en pub, divagaciones de política-pinta que solían acabar con un cierto contento. A Bob, ... inglés de libro, además le gustaba darse largos paseos por la campiña eterna (que concluían, of course, con la preceptiva reposición de fuerzas en algún pub rural). En una ocasión fuimos a caminar por las colinas de los Chilterns, en el condado de Buckinghamshire. Llevábamos ya un rato de marcha cuando entramos en un sendero que surcaba una finca bonita y arreglada, con una mansión al fondo. Bob, con su habitual tono de guasa irónica, me hizo entonces una advertencia: «Podemos atravesar por aquí. Pero no saques ni un pie del camino, porque te verás con dos polis en la chepa». Y es que estábamos cruzando la pradera de Chequers, la residencia de campo de los primeros ministros. En España, estaría cerrada a cal y canto al público. Pero Inglaterra es un país construido desde abajo hacia arriba, levantado sobre la jurisprudencia, la ley y la fuerza de la costumbre. El primer ministro está obligado, como todo el mundo, a respetar los derechos de paso y servidumbre. Es un ejemplo más de cómo opera una democracia antiquísima y viva, que venera sus tradiciones con celo. Un país donde los derechos de los individuos son sagrados («la casa de un inglés es su castillo», decía sir Edward Coke, que en 1628 consiguió aprobar la carta que consagraba «los derechos de los ingleses libres»). Los primeros ministros son servidores públicos, van y vienen, y hasta el mayor héroe nacional, Churchill, vio cómo el pueblo, libérrimo y señor, le daba boleta en las urnas en 1945, nada más ganar la guerra.

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