La Tercera
Evocando a María Casares
«María Casares fue una extraordinaria actriz gallega. A mí mismo me asombra llamarla así cuando su vida y su carrera las vivió en Francia, y cuando los actores no tienen más patria que el escenario. Pero su genio destiló siempre y en cualquier lengua aires de Finisterre y un perfume de rebeldía profundamente céltico»
Lluís Pasqual | Director teatral
Durante mis años en París, me la cruzaba en los teatros y a veces nos encontrábamos para hablar de todo, de nada, de Galicia y por supuesto de Teatro. Era inteligente, irónica, aguda, culta, bella… Aunque el verdadero privilegio no fueron esos preciosos momentos de ... intimidad, sino ante todo haberla visto en el escenario muchas veces, en algunos casos función tras función. Al principio de su carrera había hecho cine con mucho éxito, en películas fundamentales para la historia de ese arte, pero pronto lo abandonó. Prefirió siempre el vértigo del teatro. Lo que ella llamaba «ponerse en peligro».
Evocar a María Casares es un empeño imposible porque su solo nombre destila inmediatamente dos palabras inseparables e igualmente misteriosas: la Interpretación y el Exilio. El arte de la Interpretación no se puede explicar. Contar cómo interpretaba María es como intentar contar el mar a alguien que nunca lo haya visto. Sorprendía cada vez, de una mujer que medía un metro y sesenta centímetros, que en escena pareciera un gigante. Conmovía escuchar sus palabras, incandescentes, como si fuera la primera vez que alguien las pronunciara y adquirieran sentido. Dotaba a sus personajes de una intensidad febril que electrizaba al espectador. Ella, tan frágil, era la fuerza misma. Sus mujeres eran fuertes. La última vez que estuve en su casa de la Rue Asseline iba a hacer con Jorge Lavelli las 'Comedias Bárbaras' de Valle Inclán. Le comenté sorprendido: «¿Doña María? ¿Una beata a quien la bestia de Don Juan Manuel de Montenegro echa a la calle…?» Y ahí me interrumpió: «¿Dónde escribe Valle Inclán que él la echara? Fue ella, que estaba hasta las narices y se largó dando un portazo». Y se rió, con su risa grande, sonora y un poco inquietante. María era, sobre todo, capaz de encarnar al mismo tiempo la verdad y el desgarro de un gran personaje trágico hasta límites que ningún medio filmado o sonoro puede atestiguar.
Y ahí es donde surge el segundo tema que nos evoca su nombre: el Exilio, que tal vez se pueda narrar, pero no su dolor. Es imposible y casi impúdico pensar que uno pueda imaginar algo que sólo se puede sentir. Pero María lo expresaba con esa intensidad porque poseía la expresión trágica del dolor del exilio, hecho de rabia e impotencia. Un día, en Montevideo, Margarita Xirgu , que afirmaba que un actor sólo podía llegar tarde a un ensayo con el certificado de defunción entre los dientes, no llegó al teatro. La encontraron, horas más tarde, sentada en el banco de un parque con la mirada muy lejana y le dijo a una de sus alumnas: «Estaba pensando que los griegos sabían muy bien lo que hacían al considerar el destierro un castigo peor que la pena de muerte…». Aunque muy distintas, Margarita y María fueron dos inmensas actrices exiliadas, dos de entre los miles de talentos que perdimos para siempre los habitantes de este país. Las dos se fueron de España con pocas semanas de diferencia en 1936. Una en barco a Sudamérica con su Compañía y, a pesar de su empeño, sin Federico. Allí dejó una estela de talento de la que bebieron, hasta hoy, una infinidad de actores y gentes de teatro.
María Casares, partió en tren a Francia, acompañando a su madre y a un falso hermano, joven y hermoso, amante de las dos. En Francia, ya desde su primera juventud, se convirtió en un mito indiscutible («Il-y-a les bonnes actrices, les grandes actrices… et Casarès»). Ninguna de las dos volvió. A la Xirgu se lo propuso una grotesca embajada: «El Caudillo está dispuesto a perdonar y a olvidar los errores». «Díganle ustedes al Caudillo que yo no», respondió Margarita. A María, la hija de Casares Quiroga, de quien un decreto firmado por los vencedores ordenaba que se eliminaran las trazas de su existencia en cualquier documento y por supuesto propiedad, no se lo pediría nunca nadie.
Ninguna de las dos renunció a su nacionalidad. En el pasaporte que el Gobierno francés le dio a María estaba escrito en letras grandes «Residente Privilegiée», que dio nombre a su autobiografía. En un capítulo bello y triste, cuenta su vuelta a España en 1978 para interpretar 'El Adefesio' de Alberti.
Su arte no sólo no fue apreciado sino más bien incomprensiblemente denostado. Eran tiempos de grandes paradojas. La gira del espectáculo se suspendió y no llegó a Galicia. Ella quería volver como actriz, no como la hija de… Ella no era «pasado» sino un presente esplendoroso. Nunca volvió a Coruña. Pero se había llevado en el alma, la música de sus palabras, la música de las emociones de su infancia. Ella, que tras una rigurosa disciplina había conseguido hablar un hermoso francés, en el fondo, nunca dejó de hablar gallego, sobre todo en el escenario, donde se derraman los sentimientos. Los franceses decían «elle a un accent à elle». Lo que no sabían es que ese acento era el de Coruña, porque les estaba hablando desde el alma. Por eso las palabras, en su voz y en cualquier lengua tenían la cadencia gallega de los sentimientos y las emociones puras aprendidas en la niñez que permanecen para siempre en lo más profundo.
María Casares fue una extraordinaria actriz gallega. A mí mismo me asombra llamarla así cuando su vida y su carrera las vivió en Francia, y cuando los actores no tienen más patria que el escenario. Pero su genio destiló siempre y en cualquier lengua aires de Finisterre y un perfume de rebeldía profundamente céltico. En mi recuerdo, el misterio de María residió tal vez en que no interpretó nunca a un personaje gracias sólo a su oficio y a sus grandísimas dotes naturales. Encarnando a otras mujeres con una furiosa intensidad no hacía más que protegerse en el jardín del teatro que le permitía exorcizar su condición de desterrada y la nostalgia profunda por un Paraíso Perdido o, mejor dicho, Robado. Un Paraíso que sólo podía recuperar en el escenario, imprimiendo a los mil sentimientos que se exigía, noche tras noche, en la práctica de su Arte, la musicalidad de las palabras que expresaban con impudor, desde el alma, el modo de sentir de su gente, los habitantes de un Edén que siguió viviendo sólo en su interior y al que nunca regresaría.
Lluís Pasqual es director teatral.
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