Tercera

El mejor Rey de España

«En la centuria de la que somos herederos directos, la pugna historiográfica y política por la selección del mejor Rey de España se evidenciaría muy encendida. Dos dictaduras, una experiencia republicana con división de opiniones y dos monarquías, no se mostraron igualmente contestes en la aretología monárquica. Un fenómeno mayor del ayer reciente, el nacional-catolicismo, no pudo disimular su decidida inclinación por la obra y figura de Isabel I»

José Manuel Cuenca Toribio

Concluida ya definitivamente la presencia pública del reinado de Juan Carlos I con sus sombras y luces (que el lector distribuirá según su leal saber y entender) y otorgando muy plausiblemente un largo recorrido aún al de Felipe VI antes de ser heredado por su ... hija Doña Leonor, semeja muy oportuno adentrarse en la historia a fin de conocer con la mayor y difícil verosimilitud quién ha sido el monarca español más adornado de virtudes y aciertos en el ejercicio de su ardua función.

En el discurso preliminar a la obra en su estilo más reputada hasta el presente: ‘Historia general de España’, su célebre autor, el ardido liberal leonés don Modesto Lafuente, sentenció hace casi dos siglos: «El reinado de los Reyes Católicos, todo español y el más glorioso que ha tenido España, es la transición de la Edad Media que se disuelve a la Edad Moderna que se inaugura» (Madrid, 1850, p. LVI). Salvadas escasas excepciones, tal es el juicio marcado en un ‘continuum’ roborante. Ni Isabel II ni su hijo, el buen y efímero soberano Alfonso XII (1875-85), ni su nieto Alfonso XIII (1902-31) alcanzaron nunca en la memoria colectiva un lugar sobresaliente de gratitud y estima. De tal suerte, que la opinión de Lafuente cabe considerarla la más ajustada, ya que ulteriormente ningún otro descollante, al tiempo que relativamente popular estudioso de nuestro pasado, introdujo en su axiología política a otros soberanos de la Casa de Borbón.

Los Reyes Católicos, como paradigma del gobierno monárquico establecido ya por algunos de los grandes cronistas del otoño medieval y primera andadura renacentista, ofrecían un sorprendente y casi asombroso carácter modernizador. Sin grietas notables se mantuvo hasta el siglo XX, cuando el sesgo castellanista se impuso a socaire de la reivindicación de la obra de ‘España en América’ y la plasmación del llamado nacionalcatolicismo en la que la figura de Isabel recibía un realce singular y más alzaprimado que la de su esposo. En el quinientos, por obra en especial del gran historiador Jerónimo Zurita, la personalidad de Fernando contrarrestó en gran parte de las elites y la cultura de la época a la de su primera esposa, dentro de una corriente aragonesista con gran vigencia en la llamada centuria de la ‘crisis’, en la que una de las claves españolas más importantes de su acervo intelectual, la obra de Baltasar Gracián, depuso con fuerza a favor de una diarquía con predominio masculino indiscutible.

Los primeros titulares de la Casa de Austria, el César Carlos y su hijo Felipe II, entraron ya en liza en el seiscientos a la hora de personificar la cumbre de la Corona hispana. Si el europeísmo acendrado de Carlos V le restó, asaz al contrario que en la actualidad, aureola popular y cercanía de los estamentos dirigentes, el intenso y fervoroso ‘castellanismo’ de su hijo le granjeó la simpatía irrestricta de los círculos del poder social y político. Durante el siglo ilustrado castellanismo y aragonesismo quedaron en tablas a la hora de fijar las sumidades regias de la etapa de los Austrias. El panorama, empero, mudó drásticamente al advenimiento del Régimen Liberal. Un tanto extrañamente, los beneméritos doceañistas se alinearon, con apenas salvedades, en el bando castellanista, sin que el cuadro se modificara sino tiempo muy adelante. Los moderados gobernantes, esto es, los altos estratos del Estado en sus diferentes esferas, que, con excepción de muy contados años, timonearon durante muy largo tiempo y hasta la restauración monárquica de 1975 la convivencia nacional, no se deshicieron nunca del legado de los doceañistas. A fuer, sin embargo, de agradecidos añadieron a la lista de los grandes Reyes de España el nombre de Carlos III (1759-88), que imantó, bajo su respaldo, el fervor de la burguesía y las clases medias, compenetradas hasta el máximo con su talante y acción reformistas, admiradas de su aleación de ‘nova et vetera’, del espíritu tradicional con el del ‘juste milieu’ y el afán bien ennortado de innovación y cambio.

En la centuria de la que somos herederos directos, la pugna historiográfica y política por la selección del mejor Rey de España se evidenciaría muy encendida. Dos dictaduras, una experiencia republicana con división de opiniones y dos monarquías -una constitucional y otra parlamentaria- no se mostraron igualmente contestes en la aretalogía monárquica. Un fenómeno mayor del ayer reciente, el nacional-catolicismo, no pudo disimular su decidida inclinación por la obra y figura de Isabel I. No obstante, académicos y gobernantes de sumo relieve rompieron durante el franquismo estrepitosas lanzas a favor de la honda huella aragonesista en el ser histórico español. No solo catedráticos e investigadores del relieve de Jaume Vicens Vives y los integrantes por vía directa de su influyente escuela o del prestigio y audiencia de un don José M.ª Lacarra, sino muchos más provenientes de otros cuadrantes doctrinales y geográficos libraron ásperas batallas contra una enseñanza y una propaganda de resuelta beligerancia castellanista e isabelina. Ejemplo muy señalado de lo acabado de exponer lo constituye buena parte de la bibliografía del onubense y director general de Información del ministerio regido por el galaico Gabriel Arias Salgado, Florentino Pérez Embid (1918-74). Educado historiográficamente por el eximio medievalista jienense don Juan de Mata Carriazo y Arroquia (1899-1989), de estricta obediencia institucionista -(la ILE, con su poderosa cantera castellanista, vino a ser, paradójicamente, uno de los más grandes soportes ideológicos del llamado primer franquismo), el autor de ‘Paisajes de la tierra y del alma’ llevó a cabo concienzudamente desde su cátedra, la prensa y la censura (1951-57) un vasto empeño ‘aragonesista’, llegando incluso a opacar en su rica producción colombinista un punto eutrapélicamente la entrañada tarea americanista de la gran reina española.

Todo esto, empero, viene a ser como copla de Calaínos para los actuales regidores de la educación nacional. Frente a la ostensible labor de zapa antimonárquica ‘intra moenis’, es decir, desde los despachos dirigentes de varios ministerios -a su frente, por supuesto, el antecitado de Educación-, y la rotunda descalificación del pasado anterior a la guerra de la Independencia, la Corona se recorta en el horizonte mental de las jóvenes generaciones como una institución arcaica y carente de un válido proyecto de futuro. Muy sintomáticamente, la revalorización de su presencia y función en el presente corre a cargo, de ordinario, de estudiosos extranjeros, de cepa británica por lo común. A tono con su nacionalidad, en la selección regia casi todos deponen en pro de Carlos III, que no usufructúa precisamente a la fecha una notable popularidad en la opinión más difundida del país. No obstante, el proceso referido se ofrece muy abierto y no despertaría rechazo ni sorpresa que, con el viento a favor, Isabel I fuera estimada, en definición inclusiva, como el mejor Rey de España. Si se volviera a la vieja diarquía con su esposo Fernando, se integraría, en el fastigio del halo monárquico, a la sabia y feliz integración de tradiciones y territorios aragoneses y castellanos.

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José Manuel Cuenca Toribio es miembro de la Real Academia de Doctores de España

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