La humanidad real de Ted Kennedy

Ted Kennedy era entronizado por los progresistas, adorado por muchos de sus homólogos conservadores, reverenciado por los latinos y los afroamericanos, respetado por figuras políticas curtidas, admirado por los estudiantes del funcionamiento de los mecanismos del Estado y apreciado por aquellos que integran el gabinete ... de pelaje más refinado que se ha compuesto nunca en el Capitolio.

La paradoja Kennedy es que logró ser estimado por casi todo el mundo sin ser en ningún momento todo para todos. Defendió con resolución objetivos ambiciosos, de manera inequívoca y sin pedir disculpas, y nunca se amilanó ante las decisiones difíciles. Aún así convirtió en su especialidad la resolución de problemas trabajando con cualquiera que se prestara a ello. Fue amigo, colega y ser humano antes de ser ideólogo partidista, aunque era un izquierdista orgulloso y un Demócrata implacable.

Sufrió profundamente, cometió errores de peso y fue, en el mejor de los sentidos, imperfecto. Pero el sufrimiento y las derrotas alimentaron una humildad que le condujo a tender la mano a los que caían, a sintonizar con aquellos en los que el dolor se ceba, a comprender la locura humana, y a apreciar la búsqueda de redención.

Eso le convirtió en una rareza de la política. Sin simular nunca que lo supiera todo, disfrutaba de un atractivo magnético para las personas de talento que permanecían a su lado durante años. Él les daba su confianza y espacio para que brillaran. Su orientación, su propia inteligencia y actividad febril le han convertido en uno de los senadores más grandes de la historia.

Había otra paradoja Kennedy: precisamente por saber con tanta claridad lo que quería y adónde quería llevar a este país, podía llegar a acuerdos con republicanos muy alejados de su filosofía.

La disposición de Kennedy a superar diferencias partidistas no hacía sino mejorar su credibilidad cuando necesitó permanecer firme como profeta del progresismo. A principios del año 2003, mientras tantos de su partido buscaban refugio, Kennedy plantó cara a la inminente invasión de Irak. Sentía una acusada obsesión con las profundas injusticias y vergonzosas ineficacias de un sistema sanitario estadounidense que arruina al enfermo y causa una agonía innecesaria a aquellos que no pueden cruzar el umbral de la atención médica. Sería una tragedia imperdonable que la muerte de Kennedy debilitara en lugar de reforzar a las fuerzas que defienden la reforma sanitaria, a la que Kennedy se refería como «la causa de mi vida».

Aún así el progresismo de Kennedy era experimental, no rígido. Los principios no cambiaron, pero las tácticas y las formulaciones eran siempre objeto de revisión. Pronunciaba discursos anuales que equivalen a un informe del estado del progresismo en EE.UU. Siempre buscó dar aliento a sus partidarios en tiempos difíciles -«Vamos a ser quiénes somos y no a simular que somos otra cosa», dijo a principios de 1995, poco después de una devastadora derrota de su partido-, pero no se abstenía de apuntar los defectos del progresismo.

En 1995, Kennedy se encontraba en nuestro templo un domingo cuando pidieron oraciones por el alma de un miembro hospitalizado de nuestra familia. Kennedy se enteró que se trataba de mi hijo James, de tres años. Volví a casa tarde esa noche tras pasar el día en el hospital. Esperándome había un mensaje de Ted Kennedy. Una voz tranquila describía la enfermedad de juventud de su propio hijo. Su compasión era real, no simulada.

© 2009, Washington Post Writers Group

E. J. Dionne Jr

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