Estudiando historia
Lo mismo se apropian culturalmente de la ropa de las mujeres que de Manuel Azaña o Antonio Machado
Malditos hombres, vistiéndose de mujeres en los Oscar, haciendo apropiación cultural. Estará Jerry Seinfeld como uno de esos emoticonos pensativos. Su explicación de los esmóquines está en la cabeza de las mujeres: ya que todos los hombres son iguales, por qué no vestirlos a todos ... igual. Y van y se rebelan. Ese Tommy Hilfiger como los payasos de Micolor. Ese Billy Porter, de «Pose», vistiéndose como Hector Xtravanganza. Con una falda donde podría vivir el reparto de «Roma». O Nicholas Hourt con la chaqueta drapeada de Dior (claro que en «La favorita» va más atildado y femenino). O Jason Momoa de rosa. Bah, ese hombretón se puede vestir de rosa. ¿Se acuerdan de cuando las mujeres se cabrearon por el hecho de que les preguntaran por el vestido en las alfombras rojas? Cuando Cate Blanchett se convirtió en adalid del cascarrabismo indumentario. El día que vayáis en pijama, como Isabel Coixet propuso en los Goya, hablamos de si puedo hablar de tu vestido. Escapando de esa histeria, Robin Wright razonó que si no les preguntaban a los hombres era porque todos iban igual. «A nosotras nos paran porque llevamos una pieza de un diseñador. Estás aquí para vender. Te hacen un favor y tú se lo hace dándoles publicidad». Por lo menos que no vengan con el «Ask Him More» (equivalente del pretendido «Ask Her More»).
A algunos también les parece que Pedro Sánchez se ha apropiado de Antonio Machado y Manuel Azaña en uno de esos viajes de turismo de Estado (otros casos son promoción de sí mismo para futuros cargos: «Darme a conocer», diría él). En «Soy dinamita» (Ariel), biografía de Nietzche escrita por Sue Prideaux, se recuerda que Hitler fue al funeral de Elizabeth, la chiflada hermana de Nietzsche (ella y Cosima Wagner estaban consideraras las sacerdotisas de la «Alemania Eterna»). Recuerda Prideaux unas palabras del filósofo: «Me asusta la idea de que personas incompetentes e ineptas puedan invocar mi autoridad algún día. Pero ése es el tormento de todo gran maestro de la humanidad: sabe que, dadas las circunstancias y los accidentes, puede acabar convertido tanto en una desgracia como en una bendición para la humanidad».
Da cosica escuchar a Pedro Sánchez hablar de Azaña. Me lo imagino como uno de esos niños de «Arriba Hazaña» (1978) que no sabían ni cómo se escribía su nombre, aunque lo reivindicaran con Voltaire y Lutero. Tenía que venir Sánchez para homenajear a Azaña. Un homenaje que nunca se había hecho, vaya. «Es tarde, muy tarde. España tendría que haberles pedido perdón mucho antes por la infamia». ¿No hay nadie que le dijera que Don Juan Carlos y Doña Sofía estuvieron con Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, en 1978 en México? Y que ella les recordó que Azaña quería la reconciliación de todos los españoles. Además, cobraba una pensión concedida por el Gobierno español.
En sus memorias, David Niven cuenta las conversaciones de fin de semana que tenía con Churchill (en Ditchley, porque Chequers no era seguro). En otoño de 1941, preguntó a Churchill si creía que EE.UU. entraría en la guerra. «Escuche bien lo que le voy a decir. Pronto ocurrirá un cataclismo». Cuatro semanas después los japoneses atacaron Pearl Harbour. Cuando Niven volvió a verlo meses después le preguntó si recordaba la conversación. Sí. «¿Y cómo pudo usted prever lo que iba a pasar?». «Estudiando historia, joven». A Pedro Xtravaganza le vendría bien la falda gigante para darnos lecciones con autoridad. «Estudiando historia, joven». Pero la historia no es lo mismo que esta memoria histórica que se empeñan en lanzarnos a la cabeza.