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La segunda Guerra Fría

La historia nos ha enseñado que la libertad tiene un precio y que hay que estar dispuesto a pagarlo para no perderla. La paz es un bien precioso, pero sin libertad no sirve de nada

Editorial ABC

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Para el mundo occidental, el periodo de paz del que hemos disfrutado en las últimas tres décadas –mientras creíamos que Putin era sincero cuando afirmaba que su deseo era la cooperación mutuamente beneficiosa– puede darse por finiquitado. La Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid pasará a la historia como la respuesta del mundo libre frente a un intento por parte del autócrata ruso de extender su concepción totalitaria que empezó con la invasión de Ucrania. Y como se señala claramente en las nuevas orientaciones estratégicas de la Alianza, el segundo ingrediente perturbador de esta situación es la posición cada vez menos ambigua del régimen totalitario chino, que siempre había disimulado sus ambiciones invocando la no injerencia en los asuntos de otros países pero que en estos momentos se muestra incapaz de condenar la invasión de una nación soberana como Ucrania.

Para los países del entorno euroatlántico, el horizonte es poco tranquilizador. Rusia, que es una potencia nuclear, ha destruido el orden internacional con una guerra no justificada, con la clara intención de extender su territorio a costa de otros países; mientras, China, que también cuenta con un nutrido arsenal atómico, no solamente no lo condena sino que, al contrario, no esconde sus ambiciones en la zona del Pacífico, a la espera beneficiarse de los recursos energéticos rusos a los que Europa ha renunciado por razones morales. En cierto modo, la Cumbre de Madrid ha marcado el inicio de lo que podríamos definir como la segunda Guerra Fría, no porque la confrontación sea del interés de la Alianza Atlántica sino porque los líderes del mundo libre han expresado claramente su voluntad de resistir, a toda costa, este embate en el que están en juego nuestras libertades y por ello han decidido poner en este empeño los medios que sean necesarios.

La situación económica, que ya estaba tocada por los efectos de la pandemia, puede empeorar a causa de la guerra, lo que aumentará los sacrificios que los ciudadanos tendremos que aceptar como contribución a la defensa de nuestros valores. En el mejor de los casos podríamos alcanzar cierta estabilidad económica si aprovecháramos el contexto para acelerar las inversiones que nos proporcionen una mayor independencia energética. Pero lo que será inevitable es el aumento de los gastos militares para defendernos y disuadir a Rusia y China de llevar a cabo otras agresiones. Volveremos a los tiempos de amenazas apocalípticas por parte de ese polo adverso que ya no abandera la ideología comunista, como antaño, pero que mantiene viva la misma alergia a la democracia y las libertades que entonces.

Y como en la primera Guerra Fría, Rusia y China cuentan en Europa y Estados Unidos con partidarios que se disfrazan de pacifismo simplista y que no son más que aliados morales del agresor, al que creen que se puede apaciguar con más concesiones. La mayor prueba de la verdadera naturaleza de esas falsas ideas es que ninguno de ellos se ha atrevido a pedir la paz en las calles de Moscú, porque saben perfectamente que Putin los metería en la cárcel, igual que ha hecho con todos los rusos que han intentado detener la guerra, a pesar de que él es el único que puede detener instantáneamente la guerra de Ucrania. La historia –y no hace falta retroceder mucho tiempo– nos ha enseñado que la libertad tiene un precio y que hay que estar dispuesto a pagarlo para no perderla. La paz es un bien precioso, pero sin libertad no sirve de nada.

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