¿Deben renunciar los Papas?

ESTA cuestión, tal como se plantea desde tiempos de Pablo VI, está expuesta a no pocas sospechas. Como si unos tuvieran prisa por empujar y otros empeño en resistir. El clima nunca es lo suficientemente apacible como para acercarse a una reflexión serena. Si el ... Papa acaba de ser elegido, el asunto no es de actualidad. Si el Papa está sumamente debilitado o muy enfermo, hablar de dimisión parece herir inmisericordemente el estado de una persona, que suscita compasión y, además, es merecedora de todo respeto.

Confluyen en esta cuestión tres dimensiones: la legal, la histórica y el juicio de prudencia sobre esa decisión.

En el ámbito legal la posibilidad de renuncia está recogida en el Código de Derecho Canónico (párrafo 332,2). Se dice allí expresamente: «Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». En la Iglesia católica el Papa es la autoridad suprema (no es correcto hablar de autoridad «absoluta») y por tanto no existe un órgano superior ante quien presentar la «dimisión». Basta, como dice el Código, que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente. Juan Pablo II en su Constitución apostólica Universi dominici gregis de 1996, que es la última disposición legislativa sobre la forma de elegir Papas, vuelve a mencionar expresamente la posible renuncia de los Papas: «Establezco que las disposiciones concernientes a todo lo que precede a la elección del Romano Pontífice y al desarrollo de la misma deben ser observadas íntegramente aun cuando la vacante de la Sede Apostólica pudiera producirse por renuncia del Sumo Pontífice...»). Legalmente, por tanto, la renuncia es posible.

Se habla de renuncia «libre». Cierto es que podrían darse algunos casos extremos (piénsese en un Alzheimer o en una situación de coma irreversible). La Sede de Roma, no estaría entonces «formalmente» vacante pero el Papa se encontraría totalmente incapacitado para ejercer su responsabilidad. No son éstas hipótesis imposibles aunque no nos consta que se hayan dado de hecho. Un profesor de Teología, Antonio Navas, en un artículo (Razón y Fe) afirmaba que «se echa de menos en el Código de Derecho Canónico alguna «previsión» para esos casos mencionados».

En el plano histórico la dimisión más conocida aunque no la única es la de Celestino V en 1294. Pietro da Morrone llevó una vida eremítica. Tan así es que por su riguroso ascetismo lo comparaban con los padres del desierto. Se reunió en torno a él un grupo de eremitas, llamados «celestinos», que después se incorporaron a los benedictinos. Fue elegido cuando tenía más de 80 años y aceptó para cerrar un largo período de dos años de sede vacante. Fue hombre de grandes virtudes. Sería canonizado muy pocos años después de su muerte. Pero este Papa, al poco tiempo de haber sido elegido, anunció su renuncia. Para él la responsabilidad del gobierno de la Iglesia implicaba una desviación de su lucha ascética. Cierto es también que tenía poca confianza en los cardenales, cayó bajo la influencia de Carlos II, Rey de Nápoles y se sintió incapacitado para el ejercicio de su misión. Después de pedir consejo a un especialista en derecho, presentó su renuncia. No se le permitió volver a su eremitorio sino que quedó, bajo vigilancia, en un castillo. Dante en la Divina Comedia lo coloca a las puertas del infierno.

Hay sin embargo otras dimisiones menos «edificantes», como las de Silvestre III (s.XI) o Benedicto IX. En el tenebroso s.XI, en el reinado del Emperador alemán Enrique III, el Papa Benedicto IX, del partido de los Tusculani, fue depuesto. El sucesor, Silvestre III, del partido de los Crescenzi, no llegó a durar dos meses ya que también él fue depuesto por los partidarios de su predecesor, Benedicto IX, el cual volvió a asumir la tiara pontificia. Por las presiones de diversas personas, aceptó renunciar pero a cambio de una fuerte indemnización económica que le compensara los gastos que en su momento hizo para conseguir ser elegido. Si se repasan los libros de Historia de la Iglesia se encontrarán varias renuncias de Papas, aunque no todas, afortunadamente, llegan a los extremos incalificables de Benedicto IX.

Juicio de prudencia: ¿conveniente o inconveniente? Los Papas que la Iglesia ha tenido durante el siglo XX, desde San Pío X hasta Juan Pablo II, han sido ejemplares en su conducta personal, por distintas que hayan sido sus mentalidades y estilos de gobernar la Iglesia. Uno está ya canonizado (S.Pío X), otro beatificado (Juan XXIII) y dos (Pío XII y Pablo VI) tienen introducido el proceso de canonización. Esta dedicación de los Papas a su misión de confirmar en la fe a sus hermanos debe ser valorada en toda su grandeza.

Pero los Papas no están por encima de las limitaciones de todo ser humano. Para todos los obispos se dio la disposición de presentar su renuncia cuando llegan a los 75 años. Los cardenales, cuando alcanzan los 80 años, pierden la voz activa en la elección del Papa. Es cierto que los Papas no están sujetos a esas normas. Y que toda posible norma que dictase un Papa sobre la renuncia podría en cualquier momento ser revocada por alguno de sus sucesores. Bien es verdad que hay hechos «significativos» que crean precedentes y la renuncia, indudablemente, sería uno de ellos. Aunque el ejemplo, por llamativo que pueda resultar, tiene poca trascendencia, Pablo VI en un determinado momento renunció al uso de la «tiara» pontificia o a la silla gestatoria. Nos cuesta imaginar que en un futuro próximo algún Papa vuelva a utilizarlas.

Los Papas no están sometidos a la ley que obliga a los obispos a presentar su renuncia. Con todo, las razones que aconsejaron dictar esas normas, ¿son tan inaplicables a los Papas? El peso de la tradición o un fuerte sentido de responsabilidad ¿deben seguir exigiendo inexorablemente a los Papas que permanezcan con el peso de la responsabilidad del ministerio de Pedro hasta la muerte?

Se encuentra aquí el entorno de colaboradores más cercano a los Papas ante no pequeñas dificultades. Son testigos cercanos del doloroso agotamiento de los Papas. Pedirle a esos colaboradores que, además, sean precisamente ellos quienes aconsejen abiertamente una renuncia conlleva un fuerte peso añadido. No nos será difícil imaginarlo si nos hemos visto en situaciones familiares parecidas. Pero si el título primero de los Papas es el de «Obispo de Roma» habría que preguntarse, con amor a la Iglesia y respeto a las personas, si no habrá llegado el momento en que también los Papas puedan acogerse pacíficamente a la norma vigente para todos los demás obispos. No minusvaloramos la tradición ni ignoramos tampoco lo que pueden ser los tramos finales de los pontificados largos. A nosotros nos resultaría inmensamente respetable la figura de un anciano que ha gastado toda su vida activa al servicio de la Iglesia y, llegado a un punto, renuncia a su cargo para que esa pesada responsabilidad, por los procedimientos ya establecidos para la sucesión pontificia, pase a otras manos más jóvenes. Decir esto no es pensar en categorías empresariales de presidente-ejecutivo de una gran multinacional. En la propia Iglesia esta norma se aplica en todos los niveles, con excepción de los Papas. El amor a la Iglesia y el aprecio por las personas se puede expresar de muchas maneras. Una de ellas es la lealtad, aunque no siempre sea comprendida y apreciada por todos y, menos a corto plazo.

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