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LOS COMEDORES DE HIGOS

EN el campo siempre fue donde se oyeron los primeros ruidos de los cambios históricos. Quienes bailaban el vals en los dorados salones del Imperio austriaco -y eran los hombres y mujeres más altamente situados - no se percataron en absoluto de que, como dice Stephen Zweig, el brillante entarimado se balanceaba algo. Pero eso mismo le había ocurrido a la Corte Imperial romana del siglo IV y primeros del V, y a sus funcionarios, que quizás sólo echaron de ver que la inmensa maquinaria administrativa del imperio se iba haciendo más pesada. ¿Se dieron cuenta de que el único sector de aquella burocracia que trabajaba a toda presión era el de la exacción de impuestos, que arruinaba a la vez a quienes los pagaban y a los exactores de ellos? ¿Se percataron de que ya no se leía, se olvidaba la cortesía, y se construía de cualquier modo? No es muy claro.

Sin embargo, quienes vivían en el campo se sintieron alertados muy pronto, en cuanto vieron que, en los dulces atardeceres del otoño, aquellos bárbaros que vivían, como quien dice, a un tiro de piedra, bajaban a comer los dulces higos de los huertos y jardines de las hermosas villas y las pequeñas propiedades agrícolas. Eran unos hombres de aspecto terrible a veces, pero, otras, de una asombrosa belleza. No parecían buscar, ni querer, nada más que la dulzura de esa frutas, y regresaban a sus tierras cercanas, más allá de la frontera. Pero, si podían hacer esto, algo o mucho estaba pasando ya.

Los civilizados y sofisticados romanos explicaban que aquellos bárbaros eran pueblos muy inferiores, pero lo cierto era que, para esas fechas, ya había muchos de esos bárbaros que habían inmigrado, se habían asimilado perfectamente, y estaban incluso en las filas del ejército de Roma. Pero estos romanos, que digo, vivían tranquilamente en sus ocios, y, si iban al campo, o tenían allí ellos mismos una villa -porque la que podríamos llamar clase ilustrada e intelectual adquirió fácilmente importancia política y dineros- era para entregarse a un muy satisfecho diletantismo. Durante unos doscientos años, en el tiempo de los emperadores Antoninos, las escuelas de filosofía y de retórica brillaron por doquier, y quienes enseñaban en ellas, fueron pagados tan soberanamente, que a Gibbon se le hacían los dedos huéspedes, calculando aquellas enormes generosísimas cantidades en libras inglesas de su tiempo. Y aunque, como también dice él, toda aquella efervescencia intelectual no dio ni un sólo poeta, ni un escritor, ni un filósofo, fuera del encantador Luciano, la sensación que parecía tenerse era la de estar en una edad de oro, y la de ser también áurea y segura la realidad entera. Quizás porque, desde luego, había muchos Ausonios, digamos por nuestra parte, y éstos son gente que siempre reluce mucho, porque en relucir es en lo que consiste; y estos Ausonios, sus camaradas de cenas y saraos, y sus clientes o lectores, estaban tan estragados de su tan sofisticada vida de alta calidad, que lógicamente, comenzaron a sentirse a disgusto teniendo todo eso, y viviendo como vivían, y comenzaron a dar vueltas a constructos mentales de nuevos mundos, del mismo modo que cuando un niño quiere un juguete nuevo es porque tiene ya muchos. Quienes eran esclavos o pobres, o simplemente tenían que trabajar en algo más que en ajustar un pie en un verso que, como no decía nada, no daba mucho afán, no tenían tiempo para esperar nada nuevo; querían simplemente vivir un poco mejor. Y ya se sabe que, como se dice en una novela de Raymond Chandler, el deseo más intenso de las gentes de mundo es algo muy pálido, si se lo compara con el de una mujer muy sencilla en relación con unas cortinas bonitas para su sala de estar.

El caso es que había muchos romanos que soñaban con la maravilla de ser bárbaros, y sentían el deseo y la envidia de serlo. Era la fascinación de la novedad, de lo desconocido, de lo distinto, la felicidad del hombre sin ley, la libertad absoluta, y luego el síndrome de la envidia, de todo eso, que quiere decir que se prefiere cualquier sociedad o cultura menos aquella en que se vive, y es una seducción tantas veces padecida en el mundo.

Un pequeño rey bárbaro, ostrogodo concretamente, Teodorico, que no era nada sofisticado, con sus solas antenas de sentido común, oía y veía estas cosas, y comentaba: Los godos listos quieren ser como los romanos; los romanos idiotas quieren ser como los godos. Y era una evidencia, pero con esto de los listos y de los tontos pasa lo que con los negros y los blancos; que no hay negro que sea negro, si es rico; y no hay idiota que, si también es rico o pertenece a la élite, parezca idiota. Las cosas han sido así, son así, y así serán; y después de las revoluciones también. Por esto parece que no aprovecha mucho el saberlas.

Las gentes pobres y sencillas, desde luego, querían ser romanas, y también los inmigrantes como muy bien decía Teodorico; pero el tiempo pasa en estos cabildeos, o debates como se dice ahora, y un día ya no queda otro tiempo que el justo para encarar la más dura realidad. Y ésta fue que también comenzó, enseguida, a hacerse pesada y a fallar la maquinaria de la defensa, del ejército, y un bárbaro inteligente y bastante expeditivo se presentó a las puertas mismas de la ciudad de Roma, y los romanos ya no pudieron hacer otra cosa que ofrecerle un trato para llegar a un entendimiento. Y él aceptó. Los dialogantes romanos comenzaron a hablar, muy fieros, refiriéndose a su superioridad militar, pero Alarico les contestó con una metáfora campesina, asegurando que cuanto más gruesa es la hierba más fácilmente se corta. Y los romanos podían haber argumentado que, si la hierba era de gruesa como los troncos de robles y encinas centenarios, el asunto no sería tan fácil, pero ya no estaban seguros de su ejército; y entonces Alarico presentó su propuesta, que era la de llevarse de la ciudad todo el oro, la plata, y todo aquello transportable que tuviera valor, y desde luego todos los esclavos bárbaros que había en Roma. ¿Y entonces qué nos queda después de esto?, preguntaron los romanos, y Alarico respondió: la vida.

Tan civilizados eran, al fin y al cabo, aquellos bárbaros; pero así concluyó la historia de los higos que desde el principio intrigó a los campesinos, por la sencilla razón de que, si en el campo se oye un ruido extraño, sucede algo que nunca ha sucedido o no debe suceder, o hasta las estrellas relucen un poco más o un poco menos que como debe ser, no es que vaya a pasar algo, es que ya está pasando. Aunque ellos mismos saben que, si lo dicen, no se les entenderá y se les acusará de ignorantes y entrometidos; y, por mi parte, si digo y recuerdo todo esto, es a mero título curioso, y afirmando, por supuesto, que cualquier coincidencia con la realidad sería una mera coincidencia. Y, sobre todo, porque nuestro destino no tiene el aspecto de ser tan benevolente como el de los romanos.

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