La Tercera
Monarquía y pragmatismo
«Siempre que se habla de monarquía se asocia esta forma de gobierno con valores como tradición, prestigio, honor, ejemplaridad, pompa y circunstancia. Quizá sea el momento de añadir a estas virtudes otras más pragmáticas y prácticas como eficacia, equilibrio y sobre todo esa capacidad suya única de tocar corazones y conectar a razones que la razón no entiende»
Carmen Posadas
He seguido con especial emoción e interés la reciente visita del Rey Felipe VI a Uruguay, no solo por mi condición de uruguaya sino porque me ha hecho reflexionar sobre algo que siempre me ha llamado la atención. Uruguay, como el resto de las naciones ... hispanoamericanas, es una república. Todas ellas son hijas de la Constitución de Cádiz de 1812 y de las ideas liberales según las cuales la soberanía reside en la nación, en los ciudadanos. Curioso es reseñar también que varias de estas repúblicas exhiben en sus banderas y escudos gorros frigios, cucardas y símbolos que remiten a la Revolución Francesa mientras que prácticamente todos los presidentes, en la toma de posesión, lucen la bandera de su país cruzada sobre el pecho, atributo claramente inspirado en los sans-culotte, y que fueron casi los primeros en rebelarse contra la monarquía francesa. Como no podría ser de otra forma, en Hispanoamérica los ciudadanos han crecido en el republicanismo, de modo que, de hacerse una encuesta, con seguridad un número abrumador afirmaría preferir este sistema de gobierno antes que ningún otro. Y sin embargo, cada vez que el Rey de España visita cualquiera de estas repúblicas, despierta en sus ciudadanos una admiración, un fervor y un entusiasmo similar al que hemos visto en las calles y plazas de Montevideo días atrás. También resulta interesante resaltar que en esta, cuanto menos contradictoria, fascinación colectiva, caen incluso los personajes menos previsibles. Como Fidel Castro, que en 1991 llegó a la primera Cumbre Iberoamericana con todas las reticencias y prevenciones hacia «Juan Carlos», como lo llamaba al comienzo de la reunión, y acabó la semana dirigiéndose a él como «el Rey». Pero quizá el caso más notable y (chusco) de lo que intento señalar sea el del verborreico Hugo Chávez, a quien don Juan Carlos, en otra cumbre posterior, dejó más mudo que un poste con solo cinco palabras «¿Por qué no te callas?».
En 1952, cuando el Rey Faruq de Egipto fue derrocado por un golpe militar, profetizó que en el futuro no quedarían en el mundo más que cinco reyes, el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Pasados casi setenta años desde aquella aseveración, que entonces parecía tan acorde con la modernidad, el vaticinio no se ha cumplido y cabe preguntarse por qué. ¿Cómo se explica, por ejemplo que, en tiempos cada vez más iconoclastas y descreídos, en sociedades cultas y avanzadas que tienen a gala rechazar arcaicas recetas, no solo continúa habiendo monarquías sino que estas rigen en varios de los países más adelantados y prósperos de la tierra? Hay quien opina que las casas reales de estos países han logrado hacer con éxito la transición desde el inaccesible y polvoriento pedestal en el que estaban instaladas para bajar a la realidad y pisar calle. Otros sostienen que las monarquías constitucionales han sabido resignarse a representar un papel meramente ornamental. Unos terceros en cambio, entre los que me cuento, pensamos que, precisamente en tiempos iconoclastas y descreídos, una institución como la monárquica posee un activo muy útil que otras no pueden ofrecer. Un activo que apela a pulsiones muy profundamente arraigadas en el ser humano, como la necesidad de contar con un referente inapelable, un árbitro indiscutido e indiscutible.
Conscientes de las ventajas de tener una figura de referencia, ciertas repúblicas en las que la monarquía fue derrotada hace años, como Italia y Alemania, otorgan un rol similar a sus presidentes. Elegidos, no por los ciudadanos sino por el Parlamento entre personalidades de reconocido prestigio, muchos han rendido grandes servicios a sus naciones. Para citar un ejemplo más o menos reciente se me ocurre el caso del nonagenario Giorgio Napolitano, que ejerció su cargo desde 2006 hasta 2015. Su actuación fue crucial cuando Berlusconi dimitió como primer ministro en medio de graves problemas económicos y financieros para garantizar la estabilidad del sistema. Y volvió a serlo de nuevo años más tarde, tras el fracaso de la gran coalición presentada por el entonces primer ministro Enrico Letta.
Lamentablemente, no todos los presidentes son como Giorgio Napolitano. La historia, incluida la nuestra, abunda en casos de presidentes de la república que no han sabido o no han podido jugar el rol que se les había asignado. No solo porque tal vez no eran las personas adecuadas para desempeñar tarea tan compleja y delicada, sino porque les faltaban dos condiciones que un rey posee por el mero hecho de serlo: por un lado auctoritas y por otro, un componente entre místico y mítico que conecta no con la razón sino con los sentimientos. Un componente que explicaría por qué pueblos como los de Hispanoamérica, que nunca han conocido esta forma de gobierno, se emocionan de tal modo al ver al Rey de España. Porque no solo se trata de los lazos de sangre, la tradición o la historia que nos unen. Tampoco se debe a la indudable vocación hispanoamericana manifestada reiteradas veces por Juan Carlos I y ahora también por Felipe VI. La clave está en esos dos componentes antes mencionados que la monarquía por su propia esencia posee y otras formas de liderazgo no.
Tal vez por eso, ahora que se perciben síntomas de que el presidente del Gobierno no tiene intención de defender la figura del Rey todo lo que debiera; cuando el vicepresidente Iglesias acaba de desvelar que su objetivo es «convertir a España en una república plurinacional y solidaria» vale la pena señalarles que personas menos adanistas, incluso algunas que no se confiesan monárquicas, como Felipe González o Alfonso Guerra, sí alcanzan a ver, por puro pragmatismo y búsqueda de la eficacia, las ventajas de esta forma de liderazgo. A ellos no hace falta recordarles que los últimos cuarenta y cinco años -uno de los períodos más largos y prósperos de toda la historia de España- se han desarrollado bajo un régimen de monarquía parlamentaria. Porque ambos saben, como saben también las clases dirigentes de Inglaterra, Holanda, Suecia, Dinamarca, Noruega o Japón, que esta forma de gobierno es muy eficaz porque proporciona estabilidad y facilita el progreso.
Siempre que se habla de monarquía se asocia esta forma de gobierno con valores como tradición, prestigio, honor, ejemplaridad, pompa y circunstancia. Quizá sea el momento de añadir a estas virtudes otras más pragmáticas y prácticas como eficacia, equilibrio y sobre todo esa capacidad suya única de tocar corazones y conectar a razones que la razón no entiende.
============================================
Carmen Posadas es escritora
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete