La caída de Constantinopla
Pensadas bien las cosas, el mundo en que vivíamos estaba perfectamente instalado - lo que no quiere decir que lo estuvieran todos los que en el mundo habitan -antes del 11 de septiembre pasado, y naturalmente, no desea apearse. Pero lo que sucedió ese día fue ... algo muy similar, para Occidente, a la caída de Constantinopla en manos de los turcos, en 1453, sin que ciertamente tenga mucho que ver, o realmente nada, la condición de quienes se enfrentaron entonces, pese a las denominaciones formales, turcos (islámicos) y cristianos, y quienes se enfrentan hoy. Por una razón muy simple, que es, claro está, la de que entre los islámicos se invoca ciertamente su creencia, o su ley que dirían nuestros abuelos, pero el Occidente no tiene ninguna; hace bastante que dejó de ser cristiano, y la nueva cultura hace lo posible para que no quede polvo y paja de ello, pero también se ha liberado de la vieja cultura, que podríamos nosotros seguir denominando ley o sistema de simbolización del hombre y del mundo. Así que las cosas son, hoy, algo más complejas.
De un lado, en efecto, está este Occidente, sin ley como digo, instalado hasta ayer mismo en su confianza de progreso técnico y económico ilimitados -y volvemos a dejar de lado el Tercer y Cuarto Mundos - y, de otro, está una violencia que ha hecho del ejercicio del terror un humanismo bajo distintas representaciones, que van desde las invocaciones teológicas a la guerra santa, a las reivindicaciones nacionalistas, y las sociales, todavía en los tonos y los gestos, y desde luego en las tácticas, del viejo manual leninista revolucionario para barrer la maldad burguesa.
Así las cosas, el Occidente sin ley poco puede hacer para su cohesión como no sea acudir a una comunidad de intereses de dineros, porque su vieja cultura común, que hasta hace poco ya se venía considerando como una más entre las diversas culturas del mundo, ahora, según las últimas filosofías occidentales, debe ser dejada de lado en el mejor de los casos, o sencillamente destruida y olvidada, porque sólo sería una enorme masa opresiva de tiranías, hipocresías, depredaciones y genocidios. Y naturalmente que no es el caso de ahorrar a ese Occidente la vergüenza por tantas páginas de su historia, pero parecería que no se puede negar que algo ha hecho de lo que no tiene que avergonzarse precisamente, por mucho que, como digo, ahora la moda o el último descubrimiento es el de su condenación, y también el del feliz nihilismo, el de la liberación de todo ámbito de cultura, y el regreso a la historia natural. Y, en realidad, ya somos así los hombres, redondos y felices como Nietzsche lo vio.
Pero lo que trato de decir es que así estábamos antes de ese 11 de septiembre, y, de repente, cayó Constantinopla. Es decir, no sólo ocurrió un crimen horrendo sobre el que también se han echado ya toneladas de humanismo justificativo, sino que apareció algo así como la leyenda en medio del banquete del rey Baltasar de la que habla el Libro de Daniel, o, para decirlo sin tanta sonoridad apocalíptica, se dejó oír una voz silenciosa, que se parecía a la del viejo general De Gaulle en plenas fiestas de mayo del 68: ¡Señores, se acabó el recreo! O al menos el jolgorio...
Desde luego, en el plano político así será, ineluctablemente. Va a haber que despedirse de la plenitud de disfrute de los derechos y libertades ciudadanos, porque se está en guerra sencillamente, aunque quizás no se toquen las libertades de los media, porque la enorme masa de informaciones, glosas, y noticias equivale verdaderamente a ninguna. Y habrá también resentimiento en la economía; y seguramente lo otro, que es a lo que quería referirme singularmente. Es decir, un cambio de agujas en nuestro modo de mirar, sentir, y experimentar el mundo, en cuanto se derrita el azúcar de las interpretaciones explicativas, ideológicas, y tranquilizadoras, porque entonces quedará al descubierto, por lo menos, que las explicaciones mecanicistas de los fenómenos con su deliberada confusión entre vindicta y justicia, y los manuales sobre imperialismo y capitalismo, que residencian en USA - que sus asuntos pendientes tiene, como todo el mundo- el enigma de la iniquidad del hombre y del mundo, verdaderamente multiculturales, son más bien simplezas; como simplezas se nos revelan ahora las pretensiones de prevenirlos y curarlos.
Porque el hombre y el mundo son lo que son, y, si no, no serían el hombre y el mundo. Y quizás entonces se vea que hay en el ser del hombre una zona de realidades pre-racionales, y no dominables por la pura razón ni reductibles a racionalidad que sólo en el ámbito del ethos o de la ley pueden ser entendidas y reconducidas. E. Lèvinas lo advirtió ya en 1933 a propósito del nazismo nazi, que no podría ser dominado y, menos, destruido, por la racionalidad de la Ilustración, porque aquél está en todos nosotros y es una de esas realidades a que me refiero contra las que el individuo y las sociedades tienen que luchar dentro de sí mismos. Pero, hoy, ya no se concibe la cultura como un excavamiento y cultivo esforzados para escapar del neandertal y echarse encima treinta siglos de esos esfuerzos y logros que nos fueron legados, sino como expresión de la subjetividad o de demandas populares, y fogonazo lúdico, pura alegría porque nada es nada y no significa nada. Todo redondo y reluciente.
Y, ante esta situación de instalación definitiva, es ante la que George Gadamer decía con pesadumbre no hace tanto, pero antes de ese 11 de septiembre, que no veía muchos caminos para salir de una conciencia tan segura y tan satisfecha como no fuera una inmensa catástrofe. Y nadie puede condonar el sufrimiento humano en vistas a la llegada al paraíso mismo, como ha sido moneda manejada en los totalitarismos de nuestro siglo, y ya es de curso normal en nuestros propios discursos. Nadie que no sea un canalla pregonará esos precios, y, naturalmente, lo que Gadamer significaba con esa afirmación era que el hombre ya era tan redondo, que quizás sólo algo terrible podría zarandearlo y despertarlo. Pero el caso es que algo horrendo ya ha ocurrido ese 11 de septiembre.
Nuestra espontánea reacción, en una civilización, además, que ha olvidado el luto, creyendo barrer así el mal y la muerte, el crimen y la culpa, es la de rodear de explicaciones este hecho para neutralizarlo, resumirle incluso en lo político, lo social, y lo económico, pero guardando intactas todas las seguridades de nuestro satisfecho y lúdico nihilismo. Pero un hecho es innegable. La espantosa historia del siglo XX solía presentarse ante los hombres en forma de dos individuos que llamaban a la puerta de casa a la hora del lechero, y, cuando todo esto lo dábamos por conjurado para siempre, porque sólo sería el fruto de circunstancias políticas, ahora recién estrenado, el siglo XXI se ha presentado derribando la casa con sus habitantes dentro, y en plena mañana otoñal sin nubes.
Ver comentarios