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Los búlgaros de Sevilla

ENTRE todos los líderes políticos del presente español, ninguno alcanza en garbo y audacia a Felipe González, quien, a pesar de sus ancestros cántabros, podría recitar con toda propiedad y solvencia, incluso con el beneplácito de Manuel Machado: «Yo soy como las gentes que a ... mi tierra vinieron». No es que tenga el alma de nardo del árabe español, que la tiene; sino que prodiga sus desplantes con el entusiasmo de un novillero debutante en La Maestranza y el sosiego de quien ya se cortó la coleta. Incluso el socialismo, «la rosa simbólica de mi única pasión», parece ya para él un capítulo «que no tiene aroma, ni forma, ni color». A la edad de González, el gozo es el de vivir y, todo lo más, el del magisterio; pero sólo si sus discípulos resultaran aventajados, cordiales y dispuestos. Es decir, que está en el vitalismo.

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