Los vecinos de Angrois peregrinan hasta el Obradoiro para rezar por las víctimas
Recorren varios kilómetros con velas para participar en una silenciosa vigilia de oración
ABRAHAM COCO
En una mano, la vela; en la otra, una botella de agua para refrescarse. Pasadas las 20.45 horas, los vecinos de Angrois comenzaban su peregrinación desde la barriada de la tragedia en la que han vivido siempre hasta la Plaza del Obradoiro. A la ... cabeza don José, el párroco del Sar.
Frente a la Catedral, les esperaban muchos ciudadanos de Santiago y peregrinos para unirse en oración por las víctimas del accidente. Con las mismas fuerzas con la que se desvivieron hace una semana por los heridos, caminaban hasta el corazón compostelano robustos de fe. Donde a las 20.41 horas del 24 de julio hubo un descorazonador estruendo, se cosía ahora el silencio. El Alvia llegaba a la curva de A Grandeira por la misma vía por la que circulaba en la víspera del Apóstol . Los brazos que con su fuerza rompieron ventanas y cargaron supervivientes y que con humanidad desbordada sacaron las mantas de sus camas, levantaban ahora las velas con oraciones calladas que escarbaban en las telarañas de los recuerdos.
Los de Angrois no quieren ser héroes ni cosa que se le parezca. Pero bastaba meterse unos minutos en el pelotón de cera que formaron para darse cuenta de que son gente envidiable. «Ahora sí se tiene que notar que somos de Angrois», alentaba una de las lugareñas antes de arrancar con paso decidido la última de las cuestas que les conduciría a la plaza de Mazarelos.
En la rúa de Xelmírez encendían juntos sus cirios y entraban en absoluto silencio al Obradoiro. Allí iban todos los que han protagonizado crónicas y telediarios en estos siete días. Manuel, con su polo amarillo y las gallinas cerradas como cuando vio salir el tren de la catástrofe del túnel por última vez. O Martín, que se ausentaba por un rato del bar Rozas. Vecinos de oro de todas las edades, juntos como una más de las familias zarandeadas por la desgracia.
También el arzobispo
Ante la fachada del santuario, con su verja aún convertida en un jardín de plegarias y deseos, llegaba puntual el arzobispo, Julián Barrio , que encendía su luz como uno más. No se ha repuesto aún de las dolencias que le han tenido varias semanas ingresado , pero tampoco él podía faltar a la cita en el punto final del Camino que setenta y nueve personas jamás completarán. De nuevo, sonaban todos sus nombres, uno a uno, prolongados por el eco.
El Obradoiro callaba como si quisiera oír el pulular de las mechas. Después, la carta de san Pablo a los Romanos. «¿Quién podrá entonces separarnos el amor del Cristo?». Unidos en la antífona del salmo, la ciudad repetía: «El señor ama a sus hijos». Veinte minutos después, con la vigilia terminada, el altar improvisado en la escalinata volvía a multiplicar sus velas.
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