Dos veces víctima: el asesinato de una inmigrante venezolana
Julieta Hernández recorría Brasil en bicicleta, de regreso a su país. Se desvaneció en la Amazonia el 23 de diciembre. No hallaron sus restos hasta dos semanas después. Su familia reclama que se haga justicia
Retrato de la catástrofe humana de la dictadura venezolana
Sao Paulo
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Iniciar sesiónEl instinto materno ya le hizo pensar a Julia Martínez que algo no estaba bien con su hija el mismo día en que dejó de contestar mensajes en el teléfono. Era 22 de diciembre de 2023, entrada la noche, Julia y su hija mayor, Julieta, ... se estuvieron escribiendo todo el día. Ya quedaba poco para el reencuentro, después de tres años. La madre esperaba en su casa de Puerto Ordaz, en el oriente venezolano. La hija estaba 1.500 kilómetros al sur; el día anterior había llegado en bicicleta a la localidad de Presidente Figueiredo, estado de Roraima, en la Amazonia brasileña. «Al ver que mis últimos mensajes ni siquiera le llegaron al teléfono, me preocupé, me dije que tal vez había perdido la cobertura, pero en el fondo temía que algo le hubiera pasado», explica la madre con la voz quebrada, tocándose el pecho, luciendo una camiseta de color púrpura en la que se lee 'Julieta presente'.
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El 23 de diciembre, Julieta ya no respondió. Julia y su hija menor, Sophía, que vive en Francia, pasaron horas, días de gran angustia. «Julieta era muy cuidadosa, no tomaba riesgos», dice la madre. El 27 pusieron una denuncia con la ayuda de unos amigos de la desaparecida en Brasil. En Presidente Figueiredo, población de 37.000 habitantes, la gente no hablaba mucho, nadie decía haber visto nada, aun cuando varios medios ya se hacían eco de la desaparición.
Sólo el 4 de enero un testigo dio pistas del paradero de una bicicleta en la entrada de un parque, según cuenta Sophía. Eso llevó a la Policía a encontrar, dos días después, un montículo de tierra sobre una fosa bastante superficial. Dentro estaba el cuerpo de Julieta, con signos de violencia. Habían pasado catorce largos días desde su desaparición.
Julieta Hernández, fallecida a los 38 años, era una artista itinerante venezolana que hacía espectáculos para niños y recorría Brasil en bicicleta de regreso a su país, para reencontrarse con su madre. Antes se había licenciado en Veterinaria en una de las más reputadas escuelas de Venezuela, en Maracay, y se graduó con honores. Al llegar a Brasil, había tomado clases en escuelas de payasos y teatro popular en Río de Janeiro, y había creado el personaje Miss Jujuba, con el que visitó más de 160 ciudades del país tratando de alegrar a niños, sobre todo aquellos que están más desprotegidos.
Según su madre y su hermana, Julieta adoraba a los niños y se sentía plena al hacerles reír. Hasta el final de sus días ejercía de veterinaria voluntaria, por su amor a los animales. Se consideraba nómada, era muy desprendida, daba lo que tenía y se conformaba apenas con lo que necesitaba para vivir. El 21 de diciembre acabó en el centro cultural Mestre Gato, donde se alojaba desde hacía siete meses una familia con sus cinco hijos. A los niños, algunos muy pequeños, apenas bebés, los entretuvo y hasta les compró leche, según cuenta su hermana.
Contradicciones
El 23 de diciembre, los padres de los niños, Thiago Silva y Deliomara Santos, de 32 y 29 años, la mataron, según descubrió la Policía de Presidente Figueiredo. En sus declaraciones hubo todo tipo de contradicciones y la Policía pareció decantarse por la versión de que le habían intentado robar el móvil y ella se resistió, aunque para la familia hay algo importante que no cuadra en esa teoría: los signos de agresión sexual y de violencia. Todo eso apunta, para la madre y la hermana, a un feminicidio, un delito reglado en el Código Penal brasileño como de especial gravedad.
La imputación de los homicidas es por robo con agravante de muerte, violación y ocultación de cadáver. De categorizarse como feminicidio, la pena sería mayor, de al menos 30 años. Y, además, para Sophía supondría reconocer lo que de verdad le pasó a su hermana: «un crimen por ser mujer». El negarle a Julieta la verdad sobre su asesinato es, para su familia, victimizarla de nuevo.
Sophía asegura que Julieta no hubiera opuesto resistencia por que le quitaran algo de tan poco valor para ella como un teléfono, y cree que este caso es un feminicidio como tantos otros que ocurren en Brasil, y por eso está intentado reabrirlo con unos abogados brasileños, con la esperanza de que se les pueda aumentar la condena a los asesinos confesos. «A Julieta la torturaron, la violaron, la enterraron y ellos ni se movieron de lugar», dice Sophía. «Y en la búsqueda, la policía ni habló con nosotros», dice. De hecho, la madre recuerda que por medio de un amigo de su hija en Brasil, un agente le trasladó el mensaje de que pronto iban a encontrar a Julieta, que esto era común.
Para Sophía y su madre, hay algo añadido, que es lo que describen como xenofobia e intolerancia hacia los venezolanos, después de años de emigración masiva. Son casi ocho millones los que han salido a otros países y, según cree la madre, la intolerancia ha aumentado en aquellos países en los que llegan a pie, donde la emigración arriba con menos recursos y más dependiente, sobre todo en las regiones fronterizas, como es el caso de los estados de la Amazonia brasileña.
Más de 500.000 venezolanos han salido a Brasil, donde se enfrentan en muchos casos a intolerancia y situaciones de extrema pobreza. Hay casos en los que la Policía no actúa con la premura en casos similares en los cuales las víctimas son nacionales. En otros, los victimarios creen que pueden obrar con impunidad porque, como dice Sophía, «creen que nadie se va a preocupar por una venezolana desaparecida».
El verano pasado Perú anunció que habían desaparecido un centenar de mujeres venezolanas en espacio de apenas unos meses. Quienes cruzan el temido tapón de Darién y llegan al norte de México muchas veces se enfrentan al narco y la trata de blancas, que han hecho de ciudades como Juárez epicentro de la violencia de contra las mujeres.
Enseres robados
Los asesinos confesos de Julieta ni se molestaron en ocultar bien los restos de la víctima y sus posesiones. La Policía los halló desperdigados en un parque aledaño: ropa, una guitarra, las ruedas ese la bicicleta. El teléfono, que en teoría era el motivo del robo, apareció escondido en la casa, ni siquiera se deshicieron de él. La asesina confesa hasta publicó el 5 de enero fotografías en las redes sociales con ropa que era de Julieta, cuyo cuerpo estaba mal enterrado a solo unos metros de donde dormía.
La inmigración venezolana es muy diversa y muchos emigrantes, la mayoría hoy, son refugiados que huyen de pobres condiciones de vida en su país. Otros, como Julieta, lo hacen de forma reglada, buscando estudiar o trabajar en otros países, sin perder el derecho de retorno a su patria. En este caso, la familia se siente bien tratada por el gobierno venezolano. Les apoyaron en la busca y en el traslado de los restos de Julieta, que fue enterrada en Puerto Ordaz en enero. El ministro de Cultura chavista, Ernesto Villegas, pidió a Brasil una investigación rigurosa y que se aplique la pena máxima debida a los asesinos, y hasta les trasladó a los familiares un mensaje de Nicolás Maduro en persona, según Sophía.
Preguntada qué espera del Gobierno venezolano, Sophía dice: «Queremos que continúe con su apoyo, que nos pague los abogados, queremos justicia, y que nos ayude en conseguirla, que haya cambios porque las mujeres venezolanas estamos siendo masacradas en el extranjero». En Brasil, Sophía pide que les reciba el presidente Lula da Silva, y que se pronuncie sobre la muerte de Julieta, como hizo la Cámara Municipal de Río de Janeiro el 21 de marzo, y les apoye en su misión de que sea considerado un feminicidio.
Sophía y su madre acuden a la entrevista en una cafetería de Sao Paulo el mismo día del aniversario de Julieta, el 27 de marzo, cuando hubiera cumplido 39 años. En un mes exacto, la madre cumple 76. Aparte de las camisetas de color morado con las que recuerdan a Julieta, la madre, que tiene problemas de audición, lleva una pegatina en el móvil con la cara de su hija luciendo su nariz de payaso. Julieta es ya, con ese semblante afable y risueño, un símbolo de las mujeres venezolanas en la diáspora y ha recibido homenajes en todo el mundo, sobre todo en Brasil, pero también en su Venezuela natal y hasta en Francia, Portugal y España.
En el parque Villalobos de Sao Paulo hubo el 24 de marzo un pequeño y sentido homenaje con baile, acrobacias, poemas y canto. Allí se lamentó el olvido de las mujeres inmigrantes olvidadas y se condenó el feminicidio y la xenofobia contra las venezolanas y otras inmigrantes.
La cantante Oriana Barrios, también venezolana de 34 años, le dedicó a Julieta, a quien conoció en 2017, una rendición de la canción de Silvana Estrada 'Si me matan'. «Si me matan, si es que me encuentran, llénenme de flores, cúbranme de tierra, que yo seré semilla, para las que vienen», proclamó.
El dolor del refugiado
Barrios sí es refugiada. Salió en el 2017 a pie hasta Manaos por la crisis, la falta de alimento, la carestía en general de Venezuela. Enseguida conoció a Julieta, a quien recuerda como una persona «maravillosa, que llenaba de esperanza a todos». Barrios considera que Brasil es ya su hogar, porque por su condición de asilada no puede volver a Venezuela, dado que perdería el derecho a volver aquí.
En Sao Paulo, Barrios ha encontrado su lugar, pero denuncia que en el norte, en la Amazonia, sufrió discriminación, xenofobia, le intentaron robar, le ofrecieron trabajo de prostituta. Un drama común, dice, para las mujeres venezolanas que salen solas de su país.
Son ya casi ocho millones de venezolanos los que han salido de su país. en zonas de países como Brasil o Colombia padecen racismo
«Cuando se dan cuenta de que eres extranjera, con acento diferente, tus derechos valen menos, y tienes que sacar tus fuerzas, para hacerte valer en ciertas injusticias», dice, tras su interpretación.
Barrios pudo ver a Julieta dos veces en Brasil, según recuerda, en 2017 y 2019. La hermana de la fallecida, Sophía, que tiene dos años menos, no la veía en siete años, aunque hablaran prácticamente a diario por el móvil. Ahora recorre miles de kilómetros con su madre buscando justicia para su hermana y tratar de concienciar a un continente del riesgo de las venezolanas en medio de una crisis migratoria sin precedentes. «Lo que quiero es que no vuelva a haber silencios cómplices», dice.
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