Los sermones de la ira
El asesino del gobernador paquistaní fue aleccionado por clérigos radicales, que tienen rehén al gobierno de Zardari
FRANCISCO DE ANDRÉS
Dos predicadores incendiarios animaron al guardia de seguridad Mumtaz Qadri, de 26 años, a asesinar al gobernador de la provincia del Punjab por sus críticas a la «ley de la blasfemia», la norma que permite en Pakistán condenar a muerte a quienes insulten al islam.
Y, sin embargo, la revelación de la jornada de juicio de ayer por el magnicidio del 4 de enero, comparado ya al de Benazir Bhutto, va a ser, probablemente, irrelevante.
Decenas de miles de personas corearon el domingo consignas en Karachi, la mayor ciudad de Pakistán, en favor de Qadri, alentadas por varios dirigentes de partidos islamistas. Lo presentan como un «héroe». El gobernador de la mayor provincia de Pakistán, el musulmán moderado Salman Taseer, gritaban, «firmó su propia sentencia de muerte» al abogar por la abolición de la ley de la blasfemia. Su guardia de seguridad, el tuercebotas que descargó su pistola sobre él y sin embargo no fue abatido, fue tan sólo un ejecutor de las órdenes que prescribe la Sharía.
Qadri volvió a comparecer ayer en juicio antes de lo previsto para evitar que multitud de seguidores se le acercaran para arrojarle pétalos de rosa y para agradecerle sus servicios en favor del progreso del islam más radical, que el silencio de la clase política paquistaní ante el asesinato de Taseer no ha hecho más que confirmar.
De poco vale que Taseer fuera uno de los más prominentes líderes del partido laico del presidente Zardari. Ni que el viudo de Bhutto trate de tranquilizar estos días a la Administración de Obama, insistiendo en que el arma nuclear paquistaní está en manos seguras, o que no renunciará a seguir luchando contra los talibanes y las fuerzas de Al Qaida.
La decisión de su primer ministro, Gilani, corroborada ayer, de que no habrá ningún retoque a la ley de la blasfemia, cuando aún humea el arma asesina de Taseer, es la prueba más fehaciente de la inanidad del gobierno paquistaní. La única cuestión que agobia al régimen de Islamabad es la perspectiva de masivas manifestaciones populares como la del domingo pasado en Karachi, convocadas por los clérigos de las mezquitas más radicales y por las madrasas.
La claudicación ante los partidos islamistas radicales es muy mala noticia para el millón de católicos de Pakistán, hostigados a diario por la arbitraria ley de la blasfemia y otras vejaciones. Y un revés serio para la estrategia de Occidente, que se juega en el frente paquistaní gran parte de la batalla que se libra al otro lado de la frontera, en Afganistán.
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