Oleksiy Symonov, el Moisés de Mariúpol que salvó a 117 personas de la ciudad asediada
El salvador, jurado de competiciones nacionales e internacionales de 44 años, resistió durante un mes los bombardeos rusos
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Mariúpol, el Stalingrado del siglo XXI
Un grupo de refugiados de Mariúpol y, en la fotografía pequeña, Oleksiy Symonov, el Moisés de la ciudad
A Oleksiy Symonov , el Moisés de Mariúpol, le turba el apodo con el que le han bautizado aunque aprecia «la dignidad que transmite sobre la situación» en la ciudad mártir. En realidad, el sobrenombre retrata gráficamente su proeza, guiar a pie durante ... 12 horas por un desierto de asfalto y metralla a 117 personas que lograron huir con vida del infierno, entre ellos una treintena de niños acompañados de mascotas en una desesperada procesión rumbo a un lugar seguro. La ocurrencia de llamarle el Moisés de Mariúpol surgió de sus amigos cuando les contó su azarosa huida . «En lugar de Symonov eres Symoisés», dijeron, y Oleksander se echó a reír como hace ahora en conversación telefónica desde Yaremche, en la provincia de Ivano-Frankivsk, donde se ha refugiado con su familia tras sobrevivir un mes al infierno, al recordar las semanas en las que su mundo y su ciudad se desintegraron bajo el fuego ruso.
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«Los dos primeros días de guerra pensábamos que todo terminaría pronto, que alguien negociaría con los rusos , pero cuando descubrimos la realidad era demasiado tarde para intentar salir. Nos habíamos quedado atrapados en la ciudad, las columnas rusas se acercaban por todos los flancos y pronto fue demasiado peligroso intentar huir», explica este organizador de actos y jurado en competiciones deportivas nacionales e internacionales de 44 años. «Unos amigos me sugirieron que nos refugiáramos en una instalación deportiva que tenía un subterráneo grande, en mi barrio, Kalmius, y me trasladé allí con mi esposa y mis tres hijos, de entre siete y 14 años». Poco a poco, otros vecinos que, como ellos, carecían de un lugar seguro, se fueron acercando al lugar y ellos les fueron haciendo espacio hasta crear una verdadera comunidad. «De media, éramos 280 personas aunque algunos se marchaban y otros llegaban . Calculo que pasaron unas mil personas por allí», relata Oleksiy. Entre ellos, medio centenar niños y entre 40 y 50 ancianos y varias personas con discapacidad.
Hábitos de supervivencia
En problema, al principio, eran el peligro de los bombardeos con artillería, aviación y morteros , pero diez días después del inicio de la guerra el corte de suministros les obligó a modificar hábitos. «Para recoger agua, los hombres recorríamos las calles por turnos en busca de fuentes, aunque también recogíamos agua de lluvia y derretíamos nieve para hervirla, quemando leña. La prioridad era cocinar para los niños. Nadie quería enfermar y un sólo enfermo podía provocar una epidemia, así que cuidábamos mucho la comida. Hacíamos sopas y pasta, platos calientes, dado que en febrero y marzo las temperaturas eran gélidas. Mucha gente apenas tenía hambre, casi se alimentaban de té caliente. Ningún día dejamos de comer a causa de la guerra», relata. «Otro problema fue encontrar leña. Al principio pagamos a un hombre que compró una sierra eléctrica y nos traía troncos que él mismo cortaba, pero días después, cuando se intensificaron los bombardeos, dejó de ser un problema porque las bombas talaban árboles y sólo había que salir y cortar ramas».
El refugio fue bombardeado en cuatro ocasiones. «Seis bombas cayeron en las cercanías. A nosotros nos protegía el subterráneo, pero en los edificios que nos rodeaban hubo muertos y heridos. Otras personas morían simplemente de enfermedad porque no había posibilidad de llevarlos a los hospitales. Los cráteres rodeaban los accesos, y como yo estaba a cargo del refugio me encargaba de las tareas más peligrosas. En una ocasión, un bombardeo aéreo atacó el refugio: yo estaba en el exterior, lo bastante lejos para que no me matara, pero la onda expansiva hizo volar todo a mi alrededor. La metralla me alcanzó la cabeza, y una puerta salió disparada y me golpeó produciéndome una fuerte contusión, pero tuve suerte. La gente me atendió muy rápido, me vendaron y creo que no tendré problemas en el futuro», explica Oleksiy. «En otra ocasión, estábamos cocinando en el exterior cuando se produjo un ataque de artillería. Me protegió, sin quererlo, otro hombre que se encontraba cerca de mí: las esquirlas se clavaron en su pierna. También sobrevivió».
Mantener ocupados a los niños era otra prioridad. «Al principio, hasta que se interrumpió el suministro eléctrico, usaban las instalaciones deportivas para entrenar y desfogarse pero cuando se fue la luz, todo cambió. Jugaban con las mascotas y entre ellos, con linternas. Les puse una misión: que abrazaran y animaran a sus padres para evitar ataques de pánico».
No había a quién pedir ayuda. «Acudimos a la policía, que estaba desbordada. Les ayudábamos a buscar desaparecidos lo mejor que podíamos , pero en aquellos días no había tantos supervivientes a quienes rescatar como cadáveres a recoger. Los soldados nos cedían medicinas aunque ellos las necesitaban de forma desesperada, nos daban lo que podían».
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Necesidad de huir
El día 16 de marzo, el bombardeo del Teatro de Mariúpol, señalizado con la palabra «niños» a ambos lados , sobrecogió a la ciudad y al país entero. Oleksiy comprendió que las posibilidades de morir en el cerco eran demasiado altas y comenzó a desesperarse por encontrar una vía de escape en un momento en el que no había corredores humanitarios. La oportunidad asomó el 20 de marzo, cuando las posiciones rusas concentraron sus ataques en otros distritos de Mariúpol y los bombardeos aminoraron en su barrio. La comunidad que dependía de Oleksiy no tenía ningún medio de transporte, pero el Moisés de Mariúpol decidió que eso no debía frenarles.
«El 21 de marzo examinamos las salidas del barrio, y el 22 decidimos salir. Las temperaturas habían comenzado a subir y ya no nos preocupaba congelarnos durante la marcha, dado que temíamos vernos obligados a pasar la noche a campo abierto ». Aquella noche, Symonov decidió hablar a su comunidad, ya convertida en una suerte de familia a quien no podía dejar atrás. «Les expliqué que creía que había una posibilidad de salir con vida, pero no intenté convencer a nadie. Un centenar de personas se sumaron libremente a la iniciativa». De madrugada, sólo estaban listos 80 pero cuando salieron con sus bolsas del refugio y comenzaron a caminar, otras 37 personas se sumaron a ellos, creando una columna humana. «Éramos tantos que resultábamos muy visibles, pero en aquel momento los soldados rusos pretendían estar liberándonos y nadie nos disparó. Comenzamos a caminar sin pausa, sin mirar atrás. No llevábamos banderas blancas, ni estábamos identificados porque creíamos que eso podía ser interpretado como una provocación por cualquiera de los bandos. Nos pusimos chalecos naranjas, de salvamento, para que supieran que no éramos militares». Entre ellos iban 30 niños, el más pequeño de cinco años, y personas mayores. El hombre de más edad tenía 70 años. «Fue muy arriesgado porque había bombardeos, pero no lo suficiente cerca como para sentirnos en riesgo inminente».
Así atravesaron las calles sembradas de cadáveres y destrucción de Mariúpol , sin mirar atrás ni distraerse con la visión infernal que se alzaba frente a ellos. «Las calles habían sido aplastadas por la artillería, los ataques aéreos y los morteros . Vimos a los soldados solo cuando salíamos de la ciudad. Nuestro distrito simplemente fue arrasado, destruido por la artillería», recuerda. El primer trayecto, de siete kilómetros, les llevó seis horas, desde Mariúpol hasta Mangush, pero los autobuses de evacuación que esperaban encontrar allí no estaban. Entonces recorrieron otros 15 kilómetros durante siete horas hasta llegar a Komyshuvate, «con perros, gatos y otras mascotas». «Nadie ralentizaba la marcha, ni siquiera los niños. Nadie se quejaba por el cansancio. A veces les decía que podíamos caminar más despacio porque las explosiones se escuchaban lejanas, pero se negaban a hacerlo, tales eran las ganas de alejarnos de allí y ponernos a salvo. Nadie tenía miedo a la huída, tenían miedo a quedarse bajo las bombas».
El día 16 de marzo, el bombardeo del Teatro de Mariúpol, señalizado con la palabra «niños» a ambos lados, sobrecogió a la ciudad y al país entero. Oleksiy comprendió que las posibilidades de morir en el cerco eran demasiado altas y comenzó a desesperarse por encontrar una vía de escape
Sigue la crisis
Llegaron apenas diez minutos antes de que cerrase la única tienda, donde pudieron abastecerse de agua potable y comida . Al saber de dónde procedían, los vecinos se organizaron para cobijarlos en sus casas. En Komyshuvate pudieron contactar con voluntarios que organizaron su evacuación a través del campo, en vehículos o a pie. Cuando llegaron a Zaporiyia, a lo largo de su marcha habían atravesado más de 15 'checkpoints'. «Fue como recorrer Rusia entera. Había soldados udmurtios, kazajos, chechenos, el espectro completo de población desde Sajalín hasta Yakutia». El Moisés de Mariupol destaca que le trataron con profesionalidad. «Cumplían órdenes: revisaban teléfonos y documentación y buscaban tatuajes», salvo en los últimos puestos controlados por rudos milicianos locales prorrusos. Una persona de su convoy fue detenida por los rusos y nunca más supo de él.
Tres de sus compañeros de odisea contactados por este diario sólo tiene buenas palabras para Oleksiy, que atribuye su sangre fría a los entrenamientos para gestionar situaciones de crisis y a las «películas sobre desastres» que solía ver con sus hijos antes de la guerra. Symonov recuerda que otros muchos civiles siguen atrapados. Cada día aparecen nuevas imágenes de cadáveres bajo los escombros en una ciudad convertida en un ingente cementerio. «Recuerden que hay 100.000 personas allí, y mientras estén vivas, Mariúpol no está acabada. Necesitan ayuda».